Sin Villa ..y sin nada me pillan.

2015/03/20

Y tres. Turba #1 (de la violencia)

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De la micropolítica de rebelión como devenir revolucionario

Es el choque contra los límites de lo soportable lo que nos convoca al rechazo. Rechazar nos sitúa en la soledad del outsider ya que supone siempre un sacriicio al hace patente, con su vida, la línea que separa el “afuera” del “adentro”. Este desplazamiento de nuestro devenir revolucionario supone aceptar el desafío de lo impensado que ha de romper con el orden de cosas establecido y abrir, de nuevo, la posibilidad de rehacernos y rehacer el mundo. Rebelarse frente al “ya no hay nada que hacer” para dar cabida a nuevos enunciados en los que poder seguir airmando nuestra potencia vital (política). No se trata de un movimiento solitario hacia el vacío, sino que en la experiencia de lo intolerable nos une la amistad de un no certero, divergencia que constituye nuestro transitar-el-mundo (hace funcionar nuestro mundo), fuerza tensional que nos conigura. La revuelta arranca al individuo de su soledad y hace de enlace entre las emociones particulares del yo y la relexión colectiva del nosotras/os para compartir un espacio común donde reairmar la ruptura que hemos llevado a cabo. Es desde ahí que el conlicto se constituye como una herramienta para la liberación que nos permite fundar nuevas conexiones y nuevos sentidos que constantemente se reconiguran

Xayide García Cáceres

 

Hacia una vida deseable

Quien vacila en arrojar al exterior el incendio que

le devora no tiene otra alternativa que arder,

consumirse según las leyes de lo consumible.

Raoul Vaneigem

Nuestro tiempo constata la experiencia de una quiebra de sentido. Y quizá para comprender en qué consiste esta quiebra sea necesario como en tantas otras ocasiones echar la vista atrás hacia conceptos que, aunque hayan corrido la suerte de ser términos desgastados y maltratados por la historia, nos son útiles para articular cierta interpretación de los procesos sociales que conforman nuestra actualidad. Se trataría de repensar nuestra herencia desde nuevos horizontes y desde nuevas relaciones de sentido que nos permitan no vivir sometidas/os a nuestro tiempo, sino la posibilidad de volver a hacernos. Hablamos de la idea de revolución, en tanto concepto que nos suscita la idea de dar la vuelta a todo, de cortar con el pasado y de dejar atrás miradas sobre la nada. Lo que una/o conoce es solo una corriente siempre en movimiento. Esta idea nos lleva al giro radical que interrumpe nuestro estar-en-el-mundo anunciándonos que estamos por hacer. Podemos entender así el concepto de revolución como el momento de una transformación donde no hay vuelta atrás y que nos lleva hacia algo nuevo (desconocido), es decir, que produce historia y es, por tanto, imprevisible e irreversible. Pero esto «no impide que se trabaje por la revolución, cuando se entiende ese “trabajar por la revolución”, como trabajar por lo imprevisible» (1). La idea de revolución tiene que ver con los conceptos de proceso y de producción, puesto que pone en marcha el desarrollo de un cambio en las actitudes y en los sentidos que configuran nuestro transcurrir en el mundo. Significando la constitución de una nueva singularidad que transforma el cuerpo social, la revolución pone en juego una forma de rehacernos para rehacer el mundo. Ahora se tratará de ver cómo este proceso puede articular las singularidades dentro de espacios de vida, de libertad y de creación donde poder habitar para configurar ––colectivamente–– este nuevo modo de estar en el mundo. Este configurar es la propia idea de libertad que remite no a una ausencia de ley, sino a la otorgación de una ley propia que nuestra condena a la indeterminación hace que sea necesaria. La ley en este caso no puede entenderse como algo estático que rige el devenir de las cosas, sino que es una ley que se borra a sí misma en tanto es creada en cada caso y queda, por tanto, incorporada al propio proceso revolucionario. La revolución no es algo contingente, sino que pertenece al orden de lo absoluto, es inevitable, y es por esto que es necesario pensar cuáles son las consecuencias de nuestro hacer y cómo podemos encaminar este proceso hacia la mejora de nuestras vidas, hacia nuestra felicidad.

La revolución no puede ser una mera transformación incesante de las leyes, sino que debe tener en cuenta nuestros deseos. En definitiva, se trata de hacernos cargo de nuestra condición de seres absolutamente libres (libertad autofundada en el “quiero porque quiero”), intempestivos y capaces de poner en marcha nuevos comienzos. El ser humano como capacidad constituyente.

El proceso revolucionario abre el espacio donde el ser humano con una vida deseable pueda transformarse a sí mismo y al mundo. Sin esta posibilidad de transformación estamos hablando de vidas no deseables, sometidas, impotentes. La revolución se da cuando hay una contradicción entre los deseos (voluntades) y el estado de cosas presente. Es decir, cuando no se nos da el espacio donde la vida no está sometida y es una vida deseable. En suma, cuando no nos permiten querer ser libres. El querer ser libres es la ética que nos lleva a la política, en tanto es fundamento de todo derecho.

 

Para Karl Marx, la pregunta sobre cómo vivir, es la pregunta del ser humano inscrito en las relaciones, y la respuesta hará al ser humano alienado o emancipado. Lo que el capitalismo secuestra en nuestras vidas es la capacidad de hacer y de hacernos. Nuestra capacidad creativa. Podremos tener experiencia revolucionaria si sabemos crear algo mejor de lo que ya sabemos de nosotras/os; relacionar nuestro saber con el no-saber (ese desconocimiento al que nos exponemos en el proceso revolucionario). La creación, en este sentido, es el lugar de la libertad. Libertad para, utilizando la expresión nietzscheana, romper las viejas tablas de las leyes para crear las nuestras una y otra vez. Reinventarnos en el presente desde la no resignación a una vida que nos es dada. La experiencia revolucionaria es la apropiación de nuestra condición humana que no es sino la capacidad de transformar y de transformarnos.

De yo al nosotras/os. Un entre político

Apuntábamos antes hacia la idea de cómo articular las singularidades para conformar un espacio de libertad universal donde desplegar una política de revoluciones (en plural). Del cambio individual, al cambio colectivo. Y para ello es importante hablar de la relación entre ambos estadios: el paso del yo al nosotras/os. El mundo es el espacio de relación entre los individuos y, a la vez, el espacio que los separa. Es el mundo de cosas que tenemos en común, es lo que está entre nosotras/os. La dificultad de habitar la sociedad es que ese mundo que tenemos en común ha perdido la capacidad para agruparnos, relacionarnos y separarnos (2). Es decir, la deiciencia de una esfera que se diga pública. Lo público es el espacio de aparición de los individuos. La presencia de otras/ os que vean y oigan lo que nosotras/os vemos y oímos es lo que nos asegura la realidad del mundo y de nosotras/os mismas/os. Lo privado ––la subjetividad más radical–– se desindividualiza en lo público para dejar una condición de existencia incierta y pasar al «reconocimiento» de la existencia como tal. Así pues, el mundo común solo puede sobrevivir en el tiempo en la medida en que aparezca en el espacio público. Si bien el mundo común es el espacio de aparición de los individuos, estos aparecen ocupando distintas posiciones que no coinciden, siendo la vida pública la suma de todas estas posiciones y perspectivas diferentes. Solo de esta multiplicidad aparece la verdadera realidad. Lo común aparece cuando desde esta diversidad de perspectivas y posiciones de los seres humanos, todos se interesan por el mismo objeto. Si la identidad del objeto se diluye, con ello se va también ese común que conformaba. En este sentido, el aislamiento individual así como la homogeneización de perspectivas colectivas acabarían con el mundo común puesto que el mundo se vería en ambos casos bajo un solo aspecto y se presentaría bajo una sola perspectiva.

Todo ser humano encarna un conjunto de diferencias ––de orden social, cultural, sexual, etcétera–– que es lo que le ha sido “dado” y a partir de lo cual existe, porque se existe «en la particularidad y no en la generalidad de lo humano». Toda acción, todo juicio emerge del «trasfondo oscuro de las diferencias», en un contexto determinado que no es transparente, puesto que somos “actores” pero no “autores” del mundo en el que vivimos. La iniciativa de la acción proviene siempre de la recepción de lo que nos es dado, de la acogida de una herencia que incluso marcada por la opresión es aquello que, con todo, nos constituye.

Se trata entonces de tomar posición, de responder a lo que nos ha sido dado, de no negarlo sino de ponerlo en juego. El o la que aparece exhibe su punto de vista, muestra lo que ve y desde dónde lo ve; a partir de ese momento desata un proceso que escapa a sus manos y que está inmerso en el mundo de las relaciones. Por ello la acción es imprevisible, irreversible en su proceso, e ilimitada en sus posibilidades (3), la acción es válida en sí misma, performativa y basada en la libertad. Ser libre y actuar son la misma cosa. La libertad exige la acción, la aparición en el mundo, el estar-conotras/ os, lo público. En las sociedades modernas, la soledad adquiere su forma más extrema y antihumana. La privatización de la vida signiica precisamente privarnos de cosas esenciales para una vida humana verdadera, es decir, nos priva de aparecer en el espacio público, garantía del reconocimiento de nuestra existencia. Perdemos esa relación “objetiva” con las/os otras/os de la que hablábamos, que nos junta y nos separa en la tensión de un mundo común de diferencias. Esta privatización se sostiene bajo la ausencia de las/os demás. El individuo privado «cualquier cosa que realiza carece de significado y consecuencia para los otros, y lo que le importa a él no interesa a los demás» (4), así pues, el control se sustenta bajo una “organización doméstica” que nos encierra.

La política surge de un mundo conjunto que nos reúne. En el sistema capitalista el actuar ha sido sustituido por el hacer y el espacio público se ha considerado como un producto fabricado. La acción es procesual, un proceso entendido como una cadena indefinida: una sucesión abierta en la que los procesos se van multiplicando. El sujeto se ve superado por este proceso y elige no actuar. Esta renuncia ha sido preferida como modo de liberación de la responsabilidad de actuar. De esta manera el ser humano se desprende de su potencia política. Es así como la política se desplaza al gobierno de unos sobre los otros en el cual el sujeto es gobernado y por tanto pierde su libertad. En cuanto el individuo hace uso de su libertad para actuar, parece convertirse en víctima de su propio acto. Aquí está operando la mentalidad aún tradicional, por la que nos identificamos con seres soberanos, autosuficientes, superiores, pero ésta es una concepción que se contradice radicalmente con la idea de pluralidad. No somos soberanos, sino libres.

 

Si fuera verdad que soberanía y libertad

son lo mismo, ningún hombre sería libre,

ya que la soberanía […] es contraria

a la propia condición de pluralidad. Ningún

hombre puede ser soberano porque ningún

hombre solo, sino los hombres, habitan

la Tierra

 (5).

El revelarse del quién (6) esquiva, pues, nuestro dominio de nosotras/os mismas/ os, nuestra voluntad de control y de autocontrol, y es por esto que el estar con otras/os, el hablar y el actuar son formas de exposición intrínsecamente arriesgadas en tanto que sus efectos son incontrolables e impredecibles.

Para nosotras/os, la realidad depende de la existencia de una esfera pública. Convivir significa que hay un mundo de cosas entre quienes tienen ese mundo en común. Y lo que está entre ––el mundo–– une tanto como separa. El objeto de la política es este espacio entre que trata de estabilizar un espacio de aparición. La tradición política en Occidente se ha construido como forma de negación de la política así concebida. La política en Hannah Arendt (7) está caracterizada por una forma de comprensión a través de la cual nos hacemos cargo del mundo tal y como éste se ha presentado. En nuestra actualidad, el supuesto “Estado de bienestar” ha conseguido silenciar más que ningún otro la diversidad de voces. Las acciones subversivas, las manifestaciones y las movilizaciones son condenadas y difamadas. Y, sin embargo, es en esas muestras de descontento, de constatación de lo intolerable, donde se da la aparición en el espacio público, reactivando el riesgo que conlleva el actuar entre otras/ os, el ser vista/o y oída/o. Son esas acciones las que permiten que la política siga entre nosotras/os. Atravesar la diferencia, ponerla en práctica y en tensión, es hoy el desafío que debemos asumir para rebelarnos, para pensar en colectivo.

¿Que nos une?

La rebelión […] Libera oleadas

que, estancadas, se hacen

furiosas

Albert Camus

A partir del individualismo siempre aparece un nosotras/os. Un individualismo marcado por la diferencia, diferencia que constituye ese nosotras/ os. Sin embargo, cabe preguntarse:

¿qué ética y qué política puede hacerse desde esa inmanencia que somos, desde la interseccionalidad estructural y política de las desigualdades? ¿Es necesario levantar desde ahí una trascendencia relativa para poder actuar? Albert Camus da una respuesta a esta cuestión que parece tener algo de sentido a la luz de los últimos movimientos sociales en nuestros días. En su caso, el filósofo francés va a distinguir entre revolución y rebelión. Camus no quiere renunciar a la esencia rebelde del ser humano pero sí que va a distinguirlo de la historia revolucionaria de Occidente.

Para Camus, el individuo rebelde es aquel que, habiendo partido de la afirmación, es capaz de decir No. Hasta aquí. Se acabó. Ya no más. Es aquel que juzga inaceptable seguir afirmando algo, imponiendo su propio límite a unas directrices externas que le resultan intolerables (8). El individuo rebelde airma su frontera para rechazar una intrusión inadmisible. En suma, «oprimido más allá de lo que puede admitir» (9). Este rechazo hacia la intrusión hace que el individuo airme una parte de sí mismo que es la que va a hacerle rebelarse. Airmar ––aunque sea para negar algo–– es romper el silencio, silencio que no solo acalla aquello que deseamos, sino que hace, en efecto, que no deseemos nada. El individuo rebelde enfrenta la vida deseable de la que no lo es.

Si hay algo con lo que todas/os podemos identiicarnos en algún momento es con ese rechazo, como así han dado cuenta movimientos como el 15M en el Estado español, o el Occupy en Estados Unidos. En el momento que una/o rechaza la orden que alguien le impone, rechaza también su condición de sumisa/o. De ahí surge una conciencia que hará identificar ese rechazo con el bien, por lo tanto el rechazo es un juicio y un deseo que el individuo rebelde, a partir de ahora, ha de seguir para ser sí mismo. Al fin y al cabo estamos hablando de su libertad y esa es una apuesta donde se juega a todo o nada. El movimiento de rebelión abre el paso del «sería necesario que eso fuese» al «quiero que eso sea» (10).

Lo interesante del desarrollo que hace Camus sobre la rebelión es que nos habla de cómo ese movimiento de rebelión que en principio parece algo puramente individual, ese individuo quedice no, se convierte en algo que imprime comunidad, que habla del bien común. Esto sucede porque el individuo, cuando rechaza, se sacrifica por algo que cree que es superior a las consecuencias que ese rechazo puede acarrear, es decir, pone su vida en juego. De manera que el rechazo se posiciona por encima de sí mismo.

El rechazo lo lleva a la acción y, como apuntaba Hannah Arendt, el momento de la acción es el momento en el que el individuo sale de su privacidad (de la soledad del yo) para actuar en lo público (lo común del nosotras/os). Y quien se rebela ante una orden, se rebela porque esa orden anula algo de él o ella, algo que no le concierne solo a él o a ella sino a todas/os, por lo tanto está construyendo un lugar común desde el que actuar a favor de lo que se quiere y desea.

Pudiera parecer en un primer momento que de lo que hablamos es de deseos personales o egoístas, sin embargo, podemos estar de acuerdo en que la rebelión se hace cuando se está en contra de una opresión o de algo intolerable para el individuo y eso siempre afecta a alguien más. Sin olvidar que quien se rebela, pone su vida en juego y lo egoísta no es más que la voluntad de preservar algo (principalmente la vida).

En este sentido, no solo se rebelará quien sufre sino quien indirectamente también se ve afectada/o por la opresión ––aunque solo sea como mero/a observador/a—, lo que le hace identificarse y tomar una posición al respecto. Por tanto la individualidad no es el valor que se quiere defender, pues lo que se deiende excede esta individualidad, va más allá. La propia singularidad se compone de otras singularidades. Hay, como expresa Camus, una «especie de solidaridad que nace de las cadenas». La rebelión, pues, «fractura al ser y le ayuda a desbordarse» (11). La dignidad tiene que ver con algo que nos es común. La capacidad de ver el límite, la medida o el valor de un ser humano, no tiene que ver con una/o misma/o, sino que es algo que nos pone en relación con los demás.

La rebelión no se basa en los posibles pues se reiere a algo que ya está, que ya es. No solo reclama algo que desea porque no está, sino algo que ya existe, que ya es nuestro. Lo cierto es que tras las distintas épocas y culturas que han acontecido en parte de la historia, el ser humano ha cambiado sus razones para sublevarse pero no la experiencia de la rebelión. De manera que podríamos afirmar, con Camus, que la rebelión forma parte de lo que hemos sido y lo que somos. «La solidaridad de los hombres se funda en el movimiento de rebelión, y éste, a su vez, no encuentra justificación más que en esa complicidad» (12). De tal manera que todo lo que viole esta premisa puede considerarse una suerte de violencia contra el individuo puesto que atenta contra su valor fundamental: la colectividad que surge a partir del movimiento de rebelión. El no que nos une.

 

¿Qué hacer?

Si se rechaza, se rechaza todo. No hay lugar a las reformas. Solo la exigencia de mantenerse ahí, de convertir el rechazo en el propio lugar y verificar en cada airmación esa ruptura que hemos hecho. Este movimiento es el que abre al colaboracionismo pues se trata de un devenir común a través del rechazo que se abre a lo indeterminado de la colectividad, al laboratorio del ensayo y error, figura sin rostro del deseo. Un devenir como todo el mundo, que se funda en lo anorgánico, lo asignificante y lo asubjetivo (en la imperceptibilidad, la indiscernibilidad y la impersonalidad) y que nos permite llevar a cabo una ética de la cualquieridad basada en la singularidad universal de los cualquiera (seres fugaces) que traiciona al sí mismo y carece de rostro: «Devenir todo el mundo es crear multitud, crear un mundo» (13). Es el devenir de la multitud de las minorías. No hay sujeto del no (pues el devenir es un vaivén que no se posee, es una alianza) pero sí un espacio común (14) donde desplegarlo. Este no es un no que interrumpe, que se sitúa como acontecimiento fraccionando la continuidad espaciotemporal. La interrupción se convierte en algo así como en un sabotaje puesto que después del rechazo ya no hay conciliación posible con lo rechazado.

Ocurre que vivimos una crisis del espacio político moderno en el que el no-saber nos llena de futurología y de análisis poco eicaces en cuanto a la acción política. Algo ya no funciona. Decimos que no, pero no decimos a qué. Se han abierto las puertas a un momento de aprendizaje y de creación, aunque desde el impasse de una espera por la creación de un nuevo espacio político. La cuestión estriba en cómo queremos posicionarnos durante esta espera. La tendencia de los últimos movimientos sociales que condenan el estado actual de cosas es más bien optar por cierto pacifismo. Pero no podemos olvidar que los dispositivos de poder hoy funcionan anulando toda posibilidad de enfrentamiento a fin de establecer esa supuesta paz deseable que convierte el concepto de paz en el de sumisión. Quizá sea entonces el momento de pensar bajo otras lógicas, más concretamente, desde las lógicas de conlicto.

[…] la igura posfascista es la de un máquina

de guerra que toma directamente la paz

por objeto, como paz del Terror o de la Supervivencia.

La máquina de guerra vuelve a formar un espacio liso que pretende ahora

controlar, rodear toda la tierra. La guerra

total se ve desbordada por una forma de paz todavía más terrorífica

 (15).

Apoyándonos en la idea del individuo rebelde de Camus. Este nos dice que el individuo rebelde, en la lucha por la integridad ––no solo la suya, sino la de todas/os–– no trata de conquistar, sino de imponer. Es quizá ésta la clave del asunto. Se trata de luchar por lo que ya, desde siempre, nos pertenece. De llevar a cabo una recuperación/ reocupación de espacios, de lo público, crear nuevas contraseñas y agenciamientos colectivos de enunciación, lenguajes “X”, heterolenguajes (16).

Estamos a la espera de un nuevo espacio político, y esta creación implica necesariamente la destrucción de lo que había antes. Frente a la violencia organizada y legitimada de los dispositivos de poder que cancela y condena nuestro derecho al conlicto, a decir que no, ya no cabe seguir actuando bajo un inmovilismo impuesto desde esa misma violencia codificada por el sistema y en defensa de la “seguridad nacional”. Quien ejerce las mayores acciones de fuerza es el propio Estado desde sus mecanismos de control y opresión. Y en un encuentro desigual como este no tiene sentido esgrimir el rechazo a defenderse, e incluso a atacar. No nos engañemos, necesitamos el conlicto.

De una manera u otra (social, económica, étnica, sexual, etc.) somos objetivos reales o en potencia de su violencia. Somos precarias/os, nuestra vida es precaria y la negociación no tiene cabida en la lucha por la supervivencia. El conlicto es nuestra responsabilidad colectiva si queremos recuperar nuestro derecho a tener una vida deseable, auténtica. Se nos quiere echar de nuestras vidas y convencer de que estamos avocadas/ os a una suerte de fatalidad ineludible. Sin embargo, existen alternativas de transformación, formas de organizarse para combatir que no tienen por qué caer en el fascismo. Nuestra potencialidad de resistencia pero también y ––me atrevería a decir–– sobre todo de ofensiva, tienden cada vez a tener más importancia en lo que está por venir. Los procesos revolucionarios no pueden permanecer (por deinición) durante mucho tiempo a la defensiva o como procesos meramente antagónicos en busca de reconocimiento, sino que se hace necesario jugar a ganar. Somos máquinas de guerra nómadas, potencia de mutación que resiste a la captura. Enjambre de abejas. Virus. Rumor y murmullo frente al sistema. Clinamen.

Tenemos nuestras alianzas, pero también a los enemigos a los que destruir. ¿Quién dará respuesta a esta respuesta?

 

1 Cf. Félix GUATTARI y Suely ROLNIK: Micropolítica. Cartografías del deseo, Madrid, Traicantes de sueños, 2006, p. 211.

2 Cf. Hannah ARENDT: La condición humana, Barcelona, Paidós, 2009, p. 73.

3 Ibíd., p. 218.

4 Ibíd., p. 78.

5 El subrayado es mío, para señalar el carácter masculinista del uso genérico de “hombre/hombres” que me veo obligada a transcribir para ser iel a la cita de la autora. Ibíd., p. 254.

6 La distinción entre un qué y un quién en Hannah Arendt, viene dada por la negación de una naturaleza humana. Arendt estaría más próxima a hablar de una condición humana. Por eso no hay un qué sino un quién. Esto es una crítica al naturalismo. Si hay un yo personal no puede haber

una naturaleza común. La condición condiciona, no determina. El ser humano abandona su naturaleza para comenzar a vivir en la historia

7 Hannah Arendt plantea repensar la idea de política del siglo XX. El pensamiento filosóico y político de Arendt transcurre entre el intento de poner en diálogo aquello que interpela al ser humano de manera individual (privada) y aquello que le posiciona en la intersubjetividad que abre

el espacio público.

8 Cf. Marina GARCÉS: Un mundo común, Barcelona, Bellaterra, p. 54.

9 Albert CAMUS: El hombre rebelde, Madrid, Alianza, 1996, p. 30.

10 Ibíd., p. 31.

11 Ibíd., p. 33.

12 Ibíd., p. 38.

13 Cf. Félix GUATTARI y Gilles DELEUZE: Mil mesetas, Valencia, Pretextos, 2002, p. 281.

14 El espacio común es ese plano vivo, esa interfaz de inmanencia que permite desarrollar las singularidades.

15 Ibíd., p. 421

16 La cuestión del lenguaje es fundamental en toda colectividad aunque aquí no podemos más que pasar supericialmente por ella, no quería dejar de esgrimir algunos puntos sobre esta cuestión. La lingüística es inseparable de su dimensión pragmática (política). Por eso se trataría de hacer una

desterritorialización del lenguaje “mayor”, mediante su devenir lenguaje minoritario (menor no es inferior). Sustentar un lenguaje propio sometido a la variación continua. El movimiento en el lenguaje, por su carácter performativo (ilocutorio), es lo que permite el movimiento en el pensamiento y en la acción. El lenguaje mayoritario pertenece siempre al ámbito del poder y la dominación, dibuja la norma. Pero el lenguaje mayoritario lo es en su confrontación con los lenguajes minoritarios que lo traducen, que lo convierten en un devenir minoritario. Por eso un lenguaje menor es un lenguaje creativo que se desvía del modelo, que excede la representación del lenguaje dominante. Los lenguajes minoritarios son sustratos de la autonomía, de lo imprevisto. Por tanto, son los que posibilitan el cambio. Mientras que la mayoría siempre es alguien, la minoría

es el devenir de todo el mundo (el 99%). Por eso el lenguaje puede ser, a la vez, fuga y muerte (la transformación siempre tiene cierto carácter de “muerte” de algo, pero esa muerte debe dar paso a otra cosa, haciendo que la fuga actúe y cree). Para más profundidad sobre este asunto véase Gilles DELEUZE y Félix GUATTARI: Mil mesetas, ed. cit. p.117.

 

2largo-copy

De la revista Turba #1 http://www.revistaturba.net/wp-content/uploads/2013/08/TURBA1-Deudaviolenciapol%C3%ADtica.pdf 

Turba #1 (dos)

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Fundamentación ética de la violencia insurgente

El presente artículo indaga sobre la cuestión de la violencia en el ámbito político, en específico en el ámbito de los contra-discursos políticos de resistencia, como es la violencia insurgente cuando está ligada con un ideal revolucionario predispuesto a la lucha armada. La violencia insurgente, cuando se constituye como algo inherente a las aspiraciones revolucionarias que se sublevan, en contra de la violencia opresora y represiva, tiene que ir ligada a un razonamiento político y sobre todo ético. Ya que, si la praxis revolucionaria procura tener una legitimidad política, imprescindiblemente debe tener un discurso, el cual admita unos límites dentro de su propia praxis, a partir de la relexión sobre la vulneración ética que supone el uso de la violencia y que no realice justiicaciones sobre el sufrimiento injusto que pueda ejercer la violencia.

Jerónimo Jaramillo LugoTURBA-BannerIcon

 

Comenzaremos por destacar como toda autoridad se enfrenta al desafío de ser cuestionada por contra-poderes que le planten una resistencia, en concreto una resistencia manifestada mediante una praxis violenta, es decir, mediante una lucha armada de carácter insurreccional. Si acudimos al análisis de la historia de la humanidad observamos cómo incluso en los periodos de mayor totalitarismo y de mayor opresión mediante el uso de distintos mecanismos de control y de represión, siempre surge una resistencia a dicho poder represor. Por lo tanto, destacamos que no existe una ordenación histórica del poder político que no se haya visto amenazada por tentativas de insurgencia o que, en mayor o menor medida, ya esté ubicada únicamente en las consciencias de los sujetos reprimidos, o se exteriorice mediante alguna manifestación específica de desobediencia civil, activa o pasiva, violenta o no.

Podemos tener la ilusión de que es posible tener una oportunidad para fracturar el orden establecido, de combatir la tenencia de la soberanía por parte del Estado y de interferir activamente con el objetivo de destruirlo, mediante una acción revolucionaria. Por lo tanto, dicha acción revolucionaria lleva implícita una trascendencia en el devenir de las sociedades, manifestándose como la expresión de los derechos de rebelión y de resistencia de aquéllos que se entienden a sí mismos como sometidos, oprimidos o marginados por una establecida coniguración política, económica o cultural que se vive como injusta u opresora, en tanto que no satisface sus ideas sobre la buena vida y les niega su derecho de poder mejorar.

El Estado, desde el descubrimiento de la posibilidad del surgimiento de una resistencia en contra de su poder, es decir un impedimento a su misma perpetuidad, sigue un mecanismo orientado fundamentalmente a eliminar la insurgencia, principalmente si es posible incluso antes de su gestación (1) siendo diversos los medios para neutralizar la resistencia, ya sean violentos o no, pero no hay lugar a dudas de que la constante persecución de la disidencia organizada suele estar asentada en el uso del terror para pretender contenerla (2), e incluso resulta paradójico como utilizan el concepto “terrorismo” para incluir en él a todo aquél que cuestione la legitimidad del poder, para utilizar sus respectivas leyes en la susodicha criminalización.

El intento de cambiar el sistema defendido por las instituciones del Estado parte desde la asunción de una consciencia crítica y relexionada sobre la propia situación en el mundo, con la base de que otro mundo es posible. Dicha aspiración no es únicamente un estado de consciencia, sino que además conlleva una implicación política práctica, es decir, un activismo político que tiene como objetivo alterar y transformar el sistema garantizado por las instituciones del Estado. Se trata de una praxis política colectiva que consiste en una rebelión hacia la autoridad, siendo el germen de una aspiración revolucionaria, fundamentada como nos dice Bakunin en la unión de unos individuos con otros.

La rebelión surge a partir del asombro ante la presencia de la opresión brutal ejercida por el Estado y sobre todo de la indignación o repulsa. En consecuencia,el rebelde revela un nuevo enfoque moral y político del mundo que se cuestiona por los orígenes de la autoridad –legitimado por sus leyes– y de todo aquello que le oprime y le impide desarrollar su propia autonomía. Para ello, no le queda más remedio que transgredir los valores dominantes y tradicionales y enfrentarse con la mayoría de las normas que emergen de las leyes garantizadoras del Sistema Capitalista.

Una vez que la rebelión utiliza un programa político y se despliega en una práctica activa, el movimiento ontológico de la rebelión, desarrollado en el ámbito de lo político-social, se despliega en una praxis política revolucionaria. Y en este punto es cuando surge el dilema moral al que debe enfrentarse el revolucionario-rebelde, ya que se ve empujado a caliicar el uso de la violencia conforme con los valores que germinan de la rebelión, siendo en primer lugar imprescindible un análisis previo de en qué consiste la violencia contra la que se rebela y una valoración ulterior sobre el tipo de violencia que no quiere utilizar en la praxis de la rebelión, imponiéndose unos limites desde su propia autonomía moral.

En este punto podemos destacar cómo la violencia revolucionaria e insurgente se puede ligar con el Hombre Rebeldede Albert Camus (3). Camus enfatiza cómo el hombre rebelde tiene la concepción de que posee, en cierto modo, razón. El hombre rebelde indaga soluciones razonadas buscando unos principios inalienables: «el espíritu revolucionario absorbe la defensa de esa parte del hombre que no quiere inclinarse » (4). Según Camus, la rebelión consiste en la toma de conciencia de los derechos del hombre, lo que conlleva al surgimiento de la solidaridad entre los individuos, pues la génesis de dicha rebelión es producto de la observación de los abusos y de la opresión hacia los demás: «La solidaridad de los hombres se funda en el movimiento de rebelión, y éste, a su vez, no encuentra justiicación más que en esa complicidad» (5). Aquí vemos como la rebelión es una posición política, ya que se colabora en la lucha común de los hombres, pero sobre todo es una alternativa moral cuyo fundamento es negar la cosificación del ser humano. Por ello, el rebelde no puede admitir el asesinato justiicando el uso de la violencia por la utilidad que conlleva, ya que el mismo rebelde reconoce la existencia de unos límites que no puede transgredir. Esto conlleva una intranquilidad en el ámbito ético, pues no encuentra una justificación absoluta para sus acciones, conformándose con la aceptación de dicha ambigüedad. Pero este desgarramiento le permite seguir manteniendo su rebeldía porque admite que únicamente si es revolucionario logrará transformar la realidad que le rodea en conformidad con la nueva consciencia adquirida sobre sus derechos que surgen de la rebelión. Camus nos desvela que una consciencia moral ingenua en relación a la propia culpa no puede ser una característica de la consciencia moral rebelde y al mismo tiempo propone el movimiento revolucionario como la única vía para la consecución de los propios derechos y los nuevos valores que surgen de la rebelión.

Por lo tanto, si el ideal revolucionario pretende ser la antítesis de los valores de la opresión, este ideal debe partir desde un replanteamiento de su relación con los propios medios violentos. Camus maniiesta un pensamiento desencantado con la praxis política de su época articulada en torno al ideal revolucionario sobre todo cuando se manifiesta violentamente, pues desde cualquier postura de la filosofía política o moral la violencia revolucionaria no es una praxis fundamentada éticamente sino admite unos límites para las propias acciones porque conlleva el peligro de ser igual que la violencia de la opresión.

Desde la relexión sobre la violencia insurgente debe partir toda la relexión que se efectúe con posterioridad. Debe distinguirse de la violencia que ejerce la opresión de los Estados, frente a la cual se posiciona, partiendo de la responsabilidad del sufrimiento que lleva implícito el uso de la violencia. Pues, es muy diferente la violencia realizada, por ejemplo, desde los movimientos insurgentes y las de los gobiernos constituidos formalmente en una democracia liberal. Por ejemplo, podemos destacar el conlicto colombiano, donde las guerrillas suelen ser juzgadas por sus carencias, y al Estado en contraposición es juzgado por sus logros. Y cómo se destaca desde los medios de comunicación los secuestros de las guerrillas y, por otro lado, se silencian los desaparecidos y asesinatos cometidos por el Estado. Aquí nos encontramos con un tratamiento diferenciado de la praxis política cuando es estatal o cuando es insurgente. El discurso dominante legitima la violencia ejercida por el gobierno y al mismo tiempo conceptualiza la praxis política de la insurgencia como “terrorismo”, sin dejar margen para la legitimidad del derecho de rebelión, el cual pretende desde un discurso cambiar las injusticias «porque es la Realidad la que debe ser cambiada y para ello pensada» (6).

Inevitablemente cuando el ideal revolucionario conlleva el uso de métodos violentos precisa de unas razones que expongan por qué se considera inevitable, además de la aceptación de unos límites para no caer en el uso de una violencia irracional. El discurso de un movimiento revolucionario tiene que manifestar la intención de una nueva praxis para poder adquirir su práctica revolucionaria un signiicado diferente de aquél de la violencia de la opresión. Toda guerra revolucionaria, por lo tanto, se desenvuelve en dos ámbitos: el que se sucede en el terreno de las armas y el que se libra en el orden del discurso. Ya que, normalmente, un movimiento insurgente al enfrentarse al Estado está en circunstancia de inferioridad, por lo tanto, es coherente pensar que únicamente se obtendrá la victoria cuando se obtenga previamente en el ámbito del discurso Por este motivo, en el ejercicio de la violencia, el tema de las responsabilidades adquiere una importancia relevante, porque plantea la obligación de indagar argumentos éticos a algo que, quizás, únicamente pueda explicarse por motivos pragmáticos. En deinitiva, la violencia revolucionaria es una praxis política que precisa justiicación. No es algo dado como la supuesta legitimidad de la violencia del Estado, sino que necesita ser razonada continuamente para poder adquirir su propia esencia diferenciadora y al mismo tiempo ser reivindicada. Sería, como dice Ricoeur, «una violencia que habla” y en su constante energía transformadora de la sociedad y su tesón de justiicación es donde encontramos

las motivaciones que la explica (7).

Sin embargo, normalmente se ha tergiversado el carácter instrumental que tiene la praxis violenta en una revolución. Por ejemplo, podemos destacar el reproche realizado por el intelectual anarquista Luigi Fabbri (8) a la fascinación de la literatura burguesa de principios del siglo XX por los actos individuales de violencia subversiva reivindicados por activistas que se autoproclamaban anarquistas. Éstos le daban una relevancia desmesurada a un acto de violencia o de rebelión, que era sólo ejercido por contados individuos en comparación a todo el movimiento social. La violencia revolucionaria, desde una acción colectiva dirigida hacia unos ines colectivos, necesita inevitablemente una justificación, que está orientada hacia la consecución de mayor justicia global y una obstinación por eliminar todas las causas de la opresión.

Pero, sin lugar a dudas, resulta bastante difícil justiicar el uso de la violencia. De hecho, el posicionamiento político más fácil de sostener es el del paciismo, ya que no conlleva una decisión

ética extrema. Para la consciencia rebelde nunca será viable hallar una solución ética. Lo diicultoso es explicar la posibilidad de la acción insurgente violenta sin caer en argumentos que atenúen la verdadera naturaleza de la violencia. Pero existe una legitimidad para un acto violento revolucionario en la convocatoria de un derecho, el cual según Marcuse, es uno de los principios más antiguos de la civilización occidental: el derecho a la resistencia (9).

En contestación a este derecho, el Estado, para eliminar la subversión argumenta la defensa del orden social existente fundamentando en una legalidad, que le sirve para legitimar su propia entidad y justiicar que puede adueñarse legítimamente del privilegio de disponer de la violencia organizada (10). En consecuencia, el subversivo es acusado de ser delincuente o enemigo de la sociedad (denominado comúnmente “antisistema”) y él se posiciona explicando y reivindicando su propia violencia como un acto político. A partir de esta concepción negativa de la subversión, el revolucionario propone deinir su praxis como una contra-violencia a la violencia realizada por parte del Estado. Por lo tanto, como nos destaca Paulo Freire “La violencia del oprimido es, en el fondo, lo que recibió del opresor” (11), para reconocer que la violencia es un instrumento para llevar a cabo la necesaria transformación de la sociedad y conseguir la eliminación de la opresión ejercida por parte del Estado. En este punto nos encontramos con que la violencia revolucionaria es concebida como la única respuesta para lograr los cambios necesarios con el objetivo de conseguir una justicia social. Como nos destaca Engels, la violencia es la “partera de la historia”, la que ayuda al surgimiento de un mundo social y político nuevo, pero simplemente, es uno de los medios para alcanzarla: «La violencia desempeña también otro papel en la historia, un papel revolucionario (…) es la comadrona de toda vieja sociedad que anda grávida de otra nueva: [es] el instrumento con el cual el orden social se impone y rompe formas políticas enrigecidas y muertas» (12).

No hacemos referencia a una exaltación de la violencia, como en muchas ocasiones se ha malinterpretado en Engels y en otros autores marxistas y anarquistas, puesto que para alcanzar un cambio histórico es necesaria larebelión y el uso de la violencia como instrumento. Pero no porque sea obligatoria, sino porque las circunstancias así lo exigen. Su necesidad anida en que es el último recurso. Por lo tanto, podemos entender la violencia según una ética histórica, como nos destaca Camilo Torres al señalar que la violencia revolucionaria es el único camino para ahorrar la cotidianidad violenta, «lo ético es ser violentos de una vez por todas para curar la violencia que ejercen las minorías económicas contra el pueblo» (13).

En este punto se puede entender la violencia como último recurso para terminar con la violencia existente en el orden social impuesto por el Estado. De esta manera lo observamos en las siguientes palabras de Paulo Freire:

 

 

Toda situación en que las relaciones objetivasentre ‘A’ y ‘B’, ‘A’ explote a ‘B’, en

que ‘A’ obstaculice a ‘B’ en su búsqueda de airmación como persona, como sujeto,

es opresora. Esta situación, al implicar el estrangulamiento de esa búsqueda es, en

sí misma, una violencia […] porque hiere la vocación ontológica e histórica de los

hombres a ser más. Una vez establecida la relación opresora está inaugurada la violencia.

De ahí que jamás haya sido ésta, hasta hoy en la historia, iniciada por los

oprimidos (14).

Todos los que consideran la violencia insurgente como algo prohibido y recusable, aunque sea el legítimo derecho de rebelión ante la opresión, opinan que la justiicación de una sublevación armada es simplemente un maquillaje para ocultar con argumentos aquello que es imposible tenerlo por su propia naturaleza. Este es el caso de Enzensberger al situar la violencia revolucionaria en el ámbito de lo delictivo o de lo patológico, y lo justifica mediante el siguiente argumento:

Por doquier podemos contemplar fenómenos parecidos: en África, en la India, en el Sureste asiático, en Latinoamérica. Ya no queda el menor vestigio de la aureola heroica de los guerrilleros, partisanos y rebeldes. Antaño pertrechadas con un bagaje ideológico y respaldadas por aliados extranjeros, hoy la guerrilla y la antiguerrilla han acabado independizándose. Lo que queda es el populacho armado. Todos estos autoproclamados ejércitos, movimientos y frentes populares de liberación han degenerado en bandas merodeadoras que apenas se diferencian de sus contrincantes. Ni siquiera el variopinto bosque de siglas con el cual se adornan – FNLA o ANLF,MPLA o MNLF consigue ocultar que no poseen objetivo, proyecto ni ideal alguno que los mantenga cohesionados; tan sólo una estrategia que apenas merece este nombre, pues se reduce al asesinato y al saqueo (15).

Podemos decir que a Enzensberger le molesta que el “populacho” (como denomina a los insurgentes) ose realizar una resistencia violenta y los deslegitima caliicándolos de asesinos y saqueadores. La descalificación y la criminalización son, comúnmente, mecanismos utilizados contra el discurso del rebelde, incluso por parte de prestigiosos filósofos, como observamos en la anterior cita. Pero como estrategia argumentativa, lo único que consigue son las alabanzas de los que intentan convertir los conlictos sociales en meras categorías morales reduccionistas, como es la dicotomía buen ciudadano/ criminal, en lugar de realizar un análisis del contexto social y político en el que suceden dichos conlictos.

Surgen intentos de explicar los movimientos insurreccionales armados actuales como son el movimiento zapatista de México o el de la resistencia palestina a partir de obtusos argumentos, que tienen una absoluta ausencia de sentido ético, demostrando una simpatía por los métodos violentos y en consecuencia la barbarie ejercida por los Estados represores, al intentar justificar dicha represión con la utilización del término “terrorista” para cualquier movimiento insurgente con el objetivo de caliicar la violencia revolucionaria como delito y no como acción política, sin comprender la naturaleza socioeconómica de los movimientos revolucionarios, ni ofrecer posibilidades para una resolución pacíica de dichos conlictos, pues no admiten un conlicto real entre clases en estas sociedades.

En definitiva, sólo podemos legitimar la violencia insurgente si está dirigida hacia la idea de justicia superior. Es decir, una revolución orientada hacia una sociedad donde no exista la opresión, la tiranía, las desigualdades entre los hombres, la alienación de las consciencias y la explotación económica de los más desfavorecidos. Como sucede actualmente producido por la globalización capitalista, la cual está enfrentada a todos los movimientos anarquistas, marxistas, anticolonialistas, etc., que buscan una sociedad alternativa,en la cual tenga cabida una organización económica fundamentada en el respeto por las personas y por la ecología. Por lo tanto, la violencia insurgente requiere ubicarse dentro de unos límites si quiere tener una fundamentación ética y partir desde la

airmación de un marco de actuación que no es tolerable rebasar, siendo necesario explicar por qué se acude a esta excepcionalidad que es siempre la violencia.

Es imposible calificar un movimiento como revolucionario si realiza una praxis violenta exactamente idéntica a la ejercida por el Estado, es imprescindible una justificación argumentada mediante razones colectivas orientadas hacia la eliminación de la opresión sufrida en el contexto socio-histórico determinado insurgente requiere ubicarse dentro de unos límites si quiere tener una fundamentación ética y partir desde la airmación de un marco de actuación que no es tolerable rebasar, siendo necesario explicar por qué se acude a esta excepcionalidad que es siempre la violencia.

1 Lo podemos observar en acontecimientos actuales como son la criminalización de movimientos sociales (“Indignados”) o sindicales, como es el caso de los diversas multas y juicios que deben afrontar los sindicalistas del SAT (Sindicato Andaluz de Trabajadores) en su lucha constante

por conseguir una dignidad para el ser humano dentro del Sistema Capitalista.

2 Constantes cargas brutales por parte de los distintos cuerpos de seguridad del Estado sobre las personas que manifiestan su disconformidad respecto a las injusticias del Capitalismo, o las

denuncias realizadas por Amnistía Internacional sobre la “tortura policial” ejercida en España.

3 Albert CAMUS: El hombre rebelde en Obras 3 (28-358), Alianza Editorial, Madrid, 1996.

4 Ibíd. pág. 136.

5 Ibíd. pág. 38.

6 Enrique DUSSEL, E., Política de la liberación. Historia mundial y crítica, Madrid, Trotta , 2007, p. 482.

7 Paul RICOEUR, P., “Violence et language” en La Violence. Recherches et Débats, Paris, Desclée de Brouwer , 1967.

8 Luigi FABBRI: Los anarquistas y la violencia, Folleto publicado por la OCL (Organización por el Comunismo Libertario), 2003.

9 Herbert MARCUSE, H., Un ensayo sobre la liberación, México, Joaquín Moritz, 1969.

10 Dicho uso supuestamente legítimo de la violencia por parte del Estado lo podemos observar en la represión llevada a cabo por la policía en cualquier protesta social.

11 Paulo FREIRE, La educación como práctica de la libertad, Eds. Pepe, Medellín (no igura el año de publicación), pág. 28.

12 Friedrich ENGELS: La subversión de la ciencia por el señor Eugen Dühring (Anti-Dühring) en Obras Filosóicas. Col. Oras Fundamentales de Marx y Engels. Wenceslao Roces, dir), nº 18 (pp. 1-286), México, Fondo de Cultura Económica , 1986, p. 189.

13 Camilo TORRES: Escritos Políticos, Bogotá, El Áncora Editores , 1991.

14 Paulo FREIRE: Pedagogía del oprimido, Bogotá, Editorial América Latina, 1980, p. 39.

15 Hans Magnus ENZENSBERGER: Perspectivas de guerra civil, Barcelona, Anagrama, 1994, pp. 16-17.

 

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De la revista Turba #1 http://www.revistaturba.net/wp-content/uploads/2013/08/TURBA1-Deudaviolenciapol%C3%ADtica.pdf 

 

Superar la violencia. Turba #1

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Superar la violencia

En las siguientes líneas sostendremos que el movimiento 15M y sus derivas actuales (Mareas, Stop Desahucios, etc.) se han encerrado en un infructuoso debate violencia sí- violencia no que invisibiliza el trasfondo conlictual por el que los mismos circulan. Propondremos arrollar la forma-Plaza como método para superar las subjetividades, tanto violentas como no violentas, que nos impiden pensar el conflicto y la acción directa en el seno de los movimientos sociales. La violencia, constituida como perversión en nuestras sociedades, se sitúa en un espacio delimitado y estudiado que debe ser destruido para poder alcanzar una posición opaca de ingobernabilidad.

Andrea de la Serna

¿Qué es el civismo cuando,

en determinadas circunstancias,

se convierte en vergonzosa sumisión?

Blanchot

Cada día, desde hace unos dos años, se amontonan en Facebook y Twitter desvaríos mayores sobre lo que hay que hacer con las cabezas de los políticos, mientras al otro lado de la pantalla los ritmos vitales se mantienen imperturbables y la calle sigue siendo un espacio de tránsito cada vez más aburrido. Al mismo tiempo, el activismo político se ve cercado por una opinión pública que desestima la acción violenta y la convierte en la herramienta de los necios. Las acciones ciudadanas, como han venido a llamarse hoy en día, se mueven entre una mezcla de sopor y hastío. Ya no se acude a ellas, desde hace tiempo, con la incertidumbre y la ilusión de ver un espontáneo acto de rechazo, sino con la previsión casi segura de que nada puede suceder uera de los márgenes de lo establecido y lo permitido. Sabemos que la indignación es general, pero jamás da el salto que la convierta en rabia colectiva. Años y años de terroríficas imágenes sobre las grandes guerras nos han llevado a olvidar el estado de paz armada en el que vivimos realmente y la moralina liberaldemócrata se ha ocupado de inocular en nuestro imaginario la convicción de que la violencia es terrible, infructífera y desgraciada. Ya no podemos mostrarnos tan optimistas como lo hiciera López Petit en un principio, en los primeros días de la Explosión, al escribir “Desbordar las plazas. Una estrategia de objetivos” (1).

Si bien es cierto que en sus primeras semanas el 15M pudo brindarnos la ansiada experiencia del rechazo colectivo, necesario para muchas de las que habíamos sentido la indignación sufrida en primera persona (y, como toda indignación individual, impotente), también lo es que no tardó en empaparse del civismo pensado desde la matriz ciudadanista. Por ello, tempranamente se perdió la presencia singular, el nosotros abierto que había cobrado sentido en el colectivo acto de rechazo (en Zaragoza, al menos, se empezó a asistir a las asambleas en calidad de ciudadanos y ciudadanas, los foros llevaban la etiqueta de “ciudadanos” así como las asambleas). A la luz del desarrollo posterior, percibimos que la identidad ciudadana fagocitó la singularidad inicial del acontecimiento inscribiéndolo en unos límites, coartándolo con unas normas, identificándose con un único discurso. Así pues, en seguida se cerró la brecha que había conseguido desgarrar el marco de inteligibilidad, y perdimos la opacidad frente al poder constituido. El primer paso necesario, pero no suiciente, fue la compartición de las heridas, un ser juntos en el roce, esto es, el nosotros surgido sin previo aviso, que había cobrado sentido de forma espontánea el quince de mayo. Sin embargo, el paso deinitivo de malestar a infección no se produjo y la «estrategia de objetivos», al no imponerse a los micrófonos de los medios ni a las voces de los dirigentes, fue irrealizable. Por miedo a percibirnos en el cauce del conflicto y a combatir la violencia estructural con su igual, nos dejamos perder. López Petit anunciaba la exigencia de dar un salto cualitativo, advertía de la necesidad de desbordar la plaza y no sólo de ocuparla. Nosotras añadiríamos: ya no sólo desbordarla, sino arrollarla. Y es cierto que al ocupar la plaza, tal vez nos amoldáramos a ella, tomáramos con ella su forma, y fuéramos incapaces a partir de ahí de desbordarla (arrollarla). El marco de no violencia en el que se asentó desde su primer momento el 15M no pensó el sabotaje, ni la acción directa. Al ocupar la plaza, aceptamos sus límites, así como no traspasarlos.

López Petit afirmaba que «el gesto radical de tomar la plaza […] tiene que prolongarse en un bloqueo real y efectivo de este sistema de opresión» (2).

Esto no sucedió. No fuimos capaces de arrollar la forma-Plaza, ni de extraerla de nuestras propias palabras, ni de superar el pensamiento pacifista que demostraba su inoperatividad cada vez que nos exponíamos a un cordón policial. En este sentido, la Plaza se constituyó como el espacio productor de subjetividades cívicas y atenuadas, enfrentadas a aquéllas que buscaban su atropello: las violentas, las incívicas, las excesivas. Este enfrentamiento, que trae consigo la creación de “lo violento”, debe comprenderse como una extensión más del paradigma en que vivimos desde principios de los años noventa y que, situado en el espacio de la Plaza, generó la inseguridad que hizo de nosotras y nosotros un movimiento inteligible, transparente y, por ello mismo, gobernable.

¡Razonad tanto como queráis y sobre lo

que queráis, pero obedeced!

Kant

En junio del 2011, las declaraciones de la Comisión de Respeto de la Acampada Sol, después del enfrentamiento en Barcelona – mal llamado “acoso” – con los diputados en el Parlamento catalán, dejaron claro que se desvinculaban de “cualquier acto violento y presión por encima de la ley, el derecho y la democracia”. Asimismo, pedían «respeto, respeto y respeto» a los violentos que habían osado abuchear a los diputados y tirar una garrafa de agua a Cayo Lara en Madrid. Después, dicha Comisión aseguró que en el caso de que la policía no interviniera, serían ellos mismos quienes se organizarían en cordones humanos para aislar a los grupúsculos violentos (3). En fechas más recientes (junio del 2012), en Zaragoza, un tumulto de pitos y pancartas se encaró con la Consejera de Educación aragonesa, Dolores Serrat, durante la Feria del Libro. Algunos periódicos aragoneses hablaron de “protesta violenta” y de “duros insultos”. Al día siguiente, FAPAR (“Federación de Asociaciones de Padres y Madres de Alumnxs de Aragón”) se desvinculó inmediatamente de la protesta. Estos dos ejemplos, entre tantos otros, nos sirven de ilustración para comprender el mito de la violencia, y cómo éste funciona como agente atenuador y disgregador en el seno de los propios movimientos sociales.

Los medios de (des)información, calificando de violenta a una protesta pero no a las últimas reformas, impiden que se asuma una posición de conflicto frente a ellas, quedando éstas despojadas de toda su carga de agresividad. No obstante, no sucede lo mismo ante la «violenta protesta» en el Parlamento catalán, que inmediatamente exige el posicionamiento de la ciudadanía. En consecuencia, desde el momento en que admitimos vincular la palabra violencia a un determinado tipo de protesta, la misma deviene inaceptable por el propio funcionamiento de la Plaza, limitando así la efectividad de sus acciones. Más allá de la Plaza nos introducimos en el ámbito de lo innombrable. También podemos comprobar este funcionamiento en la mayoría de asambleas. Así, lo que se puede decir se sitúa siempre dentro de la forma-Plaza y lo Indecible estigmatiza inmediatamente a aquella o aquél que proponga la visibilización del conlicto.

Este mecanismo de exclusión de todo lo que invoque a la violencia se puede entender, sobre todo, después de la sangrienta carrera en la que el siglo XX nos hizo participar, pero no podemos defenderlo cuando deriva tan fácilmente en sumisión a una forma de gobierno. Y es que es cierto que la imposición de los objetivos, del 15M a las actuales Mareas, ya no se produce, como esperaba López Petit, «por la fuerza de su radical simplicidad y mediante la acción directa» (4), sino que sólo se actúa desde la desobediencia civil pasiva, tratando de dialogar con el Gobierno. Así, la aceptación de la paz civil, que no es sino sometimiento, supone por nuestra parte una infantilidad política, la creencia ingenua de que la guerra sólo es ese Afuera que se reproduce en nuestras pantallas televisivas, y que toma la forma de terrorismo, gran guerra mundial o conlicto bélico en un país que no nos afecta.

 

Creéis que todo tiene un límite, así estáis

todos: limitados. ¡Cuidado, os avisamos,

somos los mismos que cuando

empezamos!

Eskorbuto

Hemos hablado de cómo la sujeción a la Plaza nos limitaba en nuestras acciones, obligándonos a situarnos a un lado u otro de la línea que divide a los violentos de los pacíficos. El sujeto violento es el nuevo idiota de las manifestaciones, el insensato de los movimientos sociales, el Afuera del que huir, y su presencia abyecta nos ha configurado como sujetos vaciados de violencia: «la violencia existe para nosotros como aquello de lo que hemos sido desposeídos» (5). Esta desposesión de la violencia se acompaña, al mismo tiempo, de una profunda atracción hacia ella, azuzada por el continuo bombardeo de imágenes y eslóganes que la interpelan. En efecto, la violencia hoy ya no tiene lugar en ese horizonte nocturno e improductivo que nos describiera Bataille en “La noción de gasto” y que le hacía concebirla como una posibilidad transgresora.

La violencia se ha convertido en una perversión manifiestamente extendida, que provoca fascinación y asco al mismo tiempo, y que se ha constituido como un vórtice del que es imposible escapar, pues todo parece apuntar a ella. Esta ambivalencia de sentimientos que la rodea se manifiesta en la expansión de, por un lado, una violencia mainstream fácilmente localizable en Internet, redes sociales, películas o videojuegos; y, por otro, la repulsa de toda aplicación de la misma en el plano físico.

Es precisamente este acotamiento del espacio que se le ha dado a la violencia (taxonomizado, estudiado y analizado hasta la saciedad) lo que supone su inmediata despolitización y su inclusión en el nicho de la economía capitalista. Podríamos hablar de una hipsterización de la violencia: la visión que tenemos de ella como esa irreductible parcela de natural salvajismo, un oscuro tabú que se difumina en las fronteras de lo civilizado, ha suscitado una fascinación canalizada por las fortificadas cloacas del capital. De este modo, el movimiento que nos aleja con impetuosidad de ella es el mismo que hace que la tengamos siempre presente, y la hipocresía que nos lleva a negarnos continuamente como sujetos violentos es la misma que nos remite, casi instantáneamente, a su continuidad en nuestro imaginario social y político, como una canción repitiéndose obsesivamente en nuestra cabeza, pero que tratamos de evacuar en todo momento. Que la violencia exista como negación en nuestra sociedad hace que haya una tendencia inconfesable hacia ella, y que sea esta misma dinámica la que imposibilite resistir desde la identidad violenta, pues queda ésta despolitizada desde el momento en que se constituye como perversión.

El mito de la violencia, que nos impele a concebirnos como civilizados Buck que deben renegar de «la llamada de la selva» (6), posiblemente ese mismo mito que dirigió a un joven Wittgenstein directo a las trincheras de la I Guerra Mundial, ansioso de intensidad purificadora, es el mismo que se nos vende hoy en el cine y los mercados informáticos, a modo de descarga afectiva. De igual modo, lo que históricamente se denominó “revolución” nutre hoy una vasta oferta de diversión en las tiendas de informática. La cuestión es, cuando se ha anulado la dimensión improductiva de la violencia, integrándola en el mercado ¿podemos todavía coniar en la efectividad de la violencia revolucionaria? ¿O sólo nos cabe hablar de vanos intentos que quedarán en el peril de algún modernillo atraído por una violencia, más bien, espectacular?

Lo ingobernable [..] que es siempre el comienzo

y la línea de fuga de toda política (7)

Agamben

 En “Metrópolis”, Agamben analiza el «dispositivo que designa el nuevo tejido urbano [cuando] el poder asume progresivamente la forma de un gobierno de las cosas y de lo humano» (8), y llega a plantear lo Ingobernable como línea de fuga política. Así, evitando aercarnos peligrosamente a la exigencia fascista de violencia, y a la fascinación que sigue suscitando, no haremos una defensa del sujeto violento, socialmente constituido, porque hay que destruirlo. Esta destrucción del dispositivo de poder que nos gestiona y nos gobierna, que nos comprende, es la salida de emergencia para un movimiento que ha quedado suspendido en una confrontación inútil, en un debate infructuoso sobre cuestiones que deben ser superadas. Arrollar la plaza significa superar el discurso de violencia, como de no violencia, que se nos ha impuesto. No elegir una de las dos caras de la moneda, quedarnos sin rostro. Pensamos que manteniéndonos inamovibles en el lado de los unos – los “no” violentos- o de los otros –los violentos– sólo conseguimos ocultar la matriz conlictual que los ha conformado. Hay que romper con la violencia para que algo de violento pueda surgir, y así eliminar el discurso que ingenuamente cree que la violencia es un arma política: el uso de la violencia va de sí. Sabemos que hablar de “violencia” malentiende lo que queremos transmitir, y hablar de una posible resignificación del término se nos hace difícil. Ya no quedan espacios efectivos de resignificación del término “violencia”, la única salida que vemos es suspender su utilización. Por ello, de una vez por todas, lo excluiremos de manera definitiva. El término que más se presta a ser usado es el de conlicto: el conlicto nos conforma. Una vez constatado, la superación del binomio que nos ata a la inmovilidad será posible, y Lo Ingobernable, entonces, se hará espacio opaco, imponiéndose radicalmente al gobierno de las actuales formas de poder. No ser violentos, ni no serlo, eso es lo ininteligible.

 

 

1 Santiago LÓPEZ PETIT, S.: “Desbordar las plazas. Una estrategia de objetivos” en http://espai-en blanc.blogspot.com.es.

2 Ibid

3 Todas las referencias han sido extraídas del artículo de El País de Gloria RODRÍGUEZ PINA: “Acampada Sol se desvincula y condena la violencia de hoy en Barcelona y Madrid”, del 15 de junio de 2011.

4 Santiago LÓPEZ PETIT: “¡Que se vayan todos! Construyamos nuestro mundo” en http://laplazapiensa.blogspot.com.es

5 TIQQUN: Introducción a la guerra civil, Ed. Melusina, 2008, p. 17.

6 Novela de Jack London.

7 Giorgio AGAMBEN: “Metrópolis”, 2006. Traducción por Paolo A. En http://www.egs.edu/faculty/giorgio-agamben/articles/metropolis-spanish/

8 Ibíd.

 

 

Del numero uno de los dos que actualmente ha sacado la revista zaragozana Turba http://www.revistaturba.net para esta categoría que por estrenarse llamaré “conflicto” y será una aproximación a la violencia … 

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