Sin Villa ..y sin nada me pillan.

2015/03/20

Y tres. Turba #1 (de la violencia)

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Somos conflictoencabezadocopy6

De la micropolítica de rebelión como devenir revolucionario

Es el choque contra los límites de lo soportable lo que nos convoca al rechazo. Rechazar nos sitúa en la soledad del outsider ya que supone siempre un sacriicio al hace patente, con su vida, la línea que separa el “afuera” del “adentro”. Este desplazamiento de nuestro devenir revolucionario supone aceptar el desafío de lo impensado que ha de romper con el orden de cosas establecido y abrir, de nuevo, la posibilidad de rehacernos y rehacer el mundo. Rebelarse frente al “ya no hay nada que hacer” para dar cabida a nuevos enunciados en los que poder seguir airmando nuestra potencia vital (política). No se trata de un movimiento solitario hacia el vacío, sino que en la experiencia de lo intolerable nos une la amistad de un no certero, divergencia que constituye nuestro transitar-el-mundo (hace funcionar nuestro mundo), fuerza tensional que nos conigura. La revuelta arranca al individuo de su soledad y hace de enlace entre las emociones particulares del yo y la relexión colectiva del nosotras/os para compartir un espacio común donde reairmar la ruptura que hemos llevado a cabo. Es desde ahí que el conlicto se constituye como una herramienta para la liberación que nos permite fundar nuevas conexiones y nuevos sentidos que constantemente se reconiguran

Xayide García Cáceres

 

Hacia una vida deseable

Quien vacila en arrojar al exterior el incendio que

le devora no tiene otra alternativa que arder,

consumirse según las leyes de lo consumible.

Raoul Vaneigem

Nuestro tiempo constata la experiencia de una quiebra de sentido. Y quizá para comprender en qué consiste esta quiebra sea necesario como en tantas otras ocasiones echar la vista atrás hacia conceptos que, aunque hayan corrido la suerte de ser términos desgastados y maltratados por la historia, nos son útiles para articular cierta interpretación de los procesos sociales que conforman nuestra actualidad. Se trataría de repensar nuestra herencia desde nuevos horizontes y desde nuevas relaciones de sentido que nos permitan no vivir sometidas/os a nuestro tiempo, sino la posibilidad de volver a hacernos. Hablamos de la idea de revolución, en tanto concepto que nos suscita la idea de dar la vuelta a todo, de cortar con el pasado y de dejar atrás miradas sobre la nada. Lo que una/o conoce es solo una corriente siempre en movimiento. Esta idea nos lleva al giro radical que interrumpe nuestro estar-en-el-mundo anunciándonos que estamos por hacer. Podemos entender así el concepto de revolución como el momento de una transformación donde no hay vuelta atrás y que nos lleva hacia algo nuevo (desconocido), es decir, que produce historia y es, por tanto, imprevisible e irreversible. Pero esto «no impide que se trabaje por la revolución, cuando se entiende ese “trabajar por la revolución”, como trabajar por lo imprevisible» (1). La idea de revolución tiene que ver con los conceptos de proceso y de producción, puesto que pone en marcha el desarrollo de un cambio en las actitudes y en los sentidos que configuran nuestro transcurrir en el mundo. Significando la constitución de una nueva singularidad que transforma el cuerpo social, la revolución pone en juego una forma de rehacernos para rehacer el mundo. Ahora se tratará de ver cómo este proceso puede articular las singularidades dentro de espacios de vida, de libertad y de creación donde poder habitar para configurar ––colectivamente–– este nuevo modo de estar en el mundo. Este configurar es la propia idea de libertad que remite no a una ausencia de ley, sino a la otorgación de una ley propia que nuestra condena a la indeterminación hace que sea necesaria. La ley en este caso no puede entenderse como algo estático que rige el devenir de las cosas, sino que es una ley que se borra a sí misma en tanto es creada en cada caso y queda, por tanto, incorporada al propio proceso revolucionario. La revolución no es algo contingente, sino que pertenece al orden de lo absoluto, es inevitable, y es por esto que es necesario pensar cuáles son las consecuencias de nuestro hacer y cómo podemos encaminar este proceso hacia la mejora de nuestras vidas, hacia nuestra felicidad.

La revolución no puede ser una mera transformación incesante de las leyes, sino que debe tener en cuenta nuestros deseos. En definitiva, se trata de hacernos cargo de nuestra condición de seres absolutamente libres (libertad autofundada en el “quiero porque quiero”), intempestivos y capaces de poner en marcha nuevos comienzos. El ser humano como capacidad constituyente.

El proceso revolucionario abre el espacio donde el ser humano con una vida deseable pueda transformarse a sí mismo y al mundo. Sin esta posibilidad de transformación estamos hablando de vidas no deseables, sometidas, impotentes. La revolución se da cuando hay una contradicción entre los deseos (voluntades) y el estado de cosas presente. Es decir, cuando no se nos da el espacio donde la vida no está sometida y es una vida deseable. En suma, cuando no nos permiten querer ser libres. El querer ser libres es la ética que nos lleva a la política, en tanto es fundamento de todo derecho.

 

Para Karl Marx, la pregunta sobre cómo vivir, es la pregunta del ser humano inscrito en las relaciones, y la respuesta hará al ser humano alienado o emancipado. Lo que el capitalismo secuestra en nuestras vidas es la capacidad de hacer y de hacernos. Nuestra capacidad creativa. Podremos tener experiencia revolucionaria si sabemos crear algo mejor de lo que ya sabemos de nosotras/os; relacionar nuestro saber con el no-saber (ese desconocimiento al que nos exponemos en el proceso revolucionario). La creación, en este sentido, es el lugar de la libertad. Libertad para, utilizando la expresión nietzscheana, romper las viejas tablas de las leyes para crear las nuestras una y otra vez. Reinventarnos en el presente desde la no resignación a una vida que nos es dada. La experiencia revolucionaria es la apropiación de nuestra condición humana que no es sino la capacidad de transformar y de transformarnos.

De yo al nosotras/os. Un entre político

Apuntábamos antes hacia la idea de cómo articular las singularidades para conformar un espacio de libertad universal donde desplegar una política de revoluciones (en plural). Del cambio individual, al cambio colectivo. Y para ello es importante hablar de la relación entre ambos estadios: el paso del yo al nosotras/os. El mundo es el espacio de relación entre los individuos y, a la vez, el espacio que los separa. Es el mundo de cosas que tenemos en común, es lo que está entre nosotras/os. La dificultad de habitar la sociedad es que ese mundo que tenemos en común ha perdido la capacidad para agruparnos, relacionarnos y separarnos (2). Es decir, la deiciencia de una esfera que se diga pública. Lo público es el espacio de aparición de los individuos. La presencia de otras/ os que vean y oigan lo que nosotras/os vemos y oímos es lo que nos asegura la realidad del mundo y de nosotras/os mismas/os. Lo privado ––la subjetividad más radical–– se desindividualiza en lo público para dejar una condición de existencia incierta y pasar al «reconocimiento» de la existencia como tal. Así pues, el mundo común solo puede sobrevivir en el tiempo en la medida en que aparezca en el espacio público. Si bien el mundo común es el espacio de aparición de los individuos, estos aparecen ocupando distintas posiciones que no coinciden, siendo la vida pública la suma de todas estas posiciones y perspectivas diferentes. Solo de esta multiplicidad aparece la verdadera realidad. Lo común aparece cuando desde esta diversidad de perspectivas y posiciones de los seres humanos, todos se interesan por el mismo objeto. Si la identidad del objeto se diluye, con ello se va también ese común que conformaba. En este sentido, el aislamiento individual así como la homogeneización de perspectivas colectivas acabarían con el mundo común puesto que el mundo se vería en ambos casos bajo un solo aspecto y se presentaría bajo una sola perspectiva.

Todo ser humano encarna un conjunto de diferencias ––de orden social, cultural, sexual, etcétera–– que es lo que le ha sido “dado” y a partir de lo cual existe, porque se existe «en la particularidad y no en la generalidad de lo humano». Toda acción, todo juicio emerge del «trasfondo oscuro de las diferencias», en un contexto determinado que no es transparente, puesto que somos “actores” pero no “autores” del mundo en el que vivimos. La iniciativa de la acción proviene siempre de la recepción de lo que nos es dado, de la acogida de una herencia que incluso marcada por la opresión es aquello que, con todo, nos constituye.

Se trata entonces de tomar posición, de responder a lo que nos ha sido dado, de no negarlo sino de ponerlo en juego. El o la que aparece exhibe su punto de vista, muestra lo que ve y desde dónde lo ve; a partir de ese momento desata un proceso que escapa a sus manos y que está inmerso en el mundo de las relaciones. Por ello la acción es imprevisible, irreversible en su proceso, e ilimitada en sus posibilidades (3), la acción es válida en sí misma, performativa y basada en la libertad. Ser libre y actuar son la misma cosa. La libertad exige la acción, la aparición en el mundo, el estar-conotras/ os, lo público. En las sociedades modernas, la soledad adquiere su forma más extrema y antihumana. La privatización de la vida signiica precisamente privarnos de cosas esenciales para una vida humana verdadera, es decir, nos priva de aparecer en el espacio público, garantía del reconocimiento de nuestra existencia. Perdemos esa relación “objetiva” con las/os otras/os de la que hablábamos, que nos junta y nos separa en la tensión de un mundo común de diferencias. Esta privatización se sostiene bajo la ausencia de las/os demás. El individuo privado «cualquier cosa que realiza carece de significado y consecuencia para los otros, y lo que le importa a él no interesa a los demás» (4), así pues, el control se sustenta bajo una “organización doméstica” que nos encierra.

La política surge de un mundo conjunto que nos reúne. En el sistema capitalista el actuar ha sido sustituido por el hacer y el espacio público se ha considerado como un producto fabricado. La acción es procesual, un proceso entendido como una cadena indefinida: una sucesión abierta en la que los procesos se van multiplicando. El sujeto se ve superado por este proceso y elige no actuar. Esta renuncia ha sido preferida como modo de liberación de la responsabilidad de actuar. De esta manera el ser humano se desprende de su potencia política. Es así como la política se desplaza al gobierno de unos sobre los otros en el cual el sujeto es gobernado y por tanto pierde su libertad. En cuanto el individuo hace uso de su libertad para actuar, parece convertirse en víctima de su propio acto. Aquí está operando la mentalidad aún tradicional, por la que nos identificamos con seres soberanos, autosuficientes, superiores, pero ésta es una concepción que se contradice radicalmente con la idea de pluralidad. No somos soberanos, sino libres.

 

Si fuera verdad que soberanía y libertad

son lo mismo, ningún hombre sería libre,

ya que la soberanía […] es contraria

a la propia condición de pluralidad. Ningún

hombre puede ser soberano porque ningún

hombre solo, sino los hombres, habitan

la Tierra

 (5).

El revelarse del quién (6) esquiva, pues, nuestro dominio de nosotras/os mismas/ os, nuestra voluntad de control y de autocontrol, y es por esto que el estar con otras/os, el hablar y el actuar son formas de exposición intrínsecamente arriesgadas en tanto que sus efectos son incontrolables e impredecibles.

Para nosotras/os, la realidad depende de la existencia de una esfera pública. Convivir significa que hay un mundo de cosas entre quienes tienen ese mundo en común. Y lo que está entre ––el mundo–– une tanto como separa. El objeto de la política es este espacio entre que trata de estabilizar un espacio de aparición. La tradición política en Occidente se ha construido como forma de negación de la política así concebida. La política en Hannah Arendt (7) está caracterizada por una forma de comprensión a través de la cual nos hacemos cargo del mundo tal y como éste se ha presentado. En nuestra actualidad, el supuesto “Estado de bienestar” ha conseguido silenciar más que ningún otro la diversidad de voces. Las acciones subversivas, las manifestaciones y las movilizaciones son condenadas y difamadas. Y, sin embargo, es en esas muestras de descontento, de constatación de lo intolerable, donde se da la aparición en el espacio público, reactivando el riesgo que conlleva el actuar entre otras/ os, el ser vista/o y oída/o. Son esas acciones las que permiten que la política siga entre nosotras/os. Atravesar la diferencia, ponerla en práctica y en tensión, es hoy el desafío que debemos asumir para rebelarnos, para pensar en colectivo.

¿Que nos une?

La rebelión […] Libera oleadas

que, estancadas, se hacen

furiosas

Albert Camus

A partir del individualismo siempre aparece un nosotras/os. Un individualismo marcado por la diferencia, diferencia que constituye ese nosotras/ os. Sin embargo, cabe preguntarse:

¿qué ética y qué política puede hacerse desde esa inmanencia que somos, desde la interseccionalidad estructural y política de las desigualdades? ¿Es necesario levantar desde ahí una trascendencia relativa para poder actuar? Albert Camus da una respuesta a esta cuestión que parece tener algo de sentido a la luz de los últimos movimientos sociales en nuestros días. En su caso, el filósofo francés va a distinguir entre revolución y rebelión. Camus no quiere renunciar a la esencia rebelde del ser humano pero sí que va a distinguirlo de la historia revolucionaria de Occidente.

Para Camus, el individuo rebelde es aquel que, habiendo partido de la afirmación, es capaz de decir No. Hasta aquí. Se acabó. Ya no más. Es aquel que juzga inaceptable seguir afirmando algo, imponiendo su propio límite a unas directrices externas que le resultan intolerables (8). El individuo rebelde airma su frontera para rechazar una intrusión inadmisible. En suma, «oprimido más allá de lo que puede admitir» (9). Este rechazo hacia la intrusión hace que el individuo airme una parte de sí mismo que es la que va a hacerle rebelarse. Airmar ––aunque sea para negar algo–– es romper el silencio, silencio que no solo acalla aquello que deseamos, sino que hace, en efecto, que no deseemos nada. El individuo rebelde enfrenta la vida deseable de la que no lo es.

Si hay algo con lo que todas/os podemos identiicarnos en algún momento es con ese rechazo, como así han dado cuenta movimientos como el 15M en el Estado español, o el Occupy en Estados Unidos. En el momento que una/o rechaza la orden que alguien le impone, rechaza también su condición de sumisa/o. De ahí surge una conciencia que hará identificar ese rechazo con el bien, por lo tanto el rechazo es un juicio y un deseo que el individuo rebelde, a partir de ahora, ha de seguir para ser sí mismo. Al fin y al cabo estamos hablando de su libertad y esa es una apuesta donde se juega a todo o nada. El movimiento de rebelión abre el paso del «sería necesario que eso fuese» al «quiero que eso sea» (10).

Lo interesante del desarrollo que hace Camus sobre la rebelión es que nos habla de cómo ese movimiento de rebelión que en principio parece algo puramente individual, ese individuo quedice no, se convierte en algo que imprime comunidad, que habla del bien común. Esto sucede porque el individuo, cuando rechaza, se sacrifica por algo que cree que es superior a las consecuencias que ese rechazo puede acarrear, es decir, pone su vida en juego. De manera que el rechazo se posiciona por encima de sí mismo.

El rechazo lo lleva a la acción y, como apuntaba Hannah Arendt, el momento de la acción es el momento en el que el individuo sale de su privacidad (de la soledad del yo) para actuar en lo público (lo común del nosotras/os). Y quien se rebela ante una orden, se rebela porque esa orden anula algo de él o ella, algo que no le concierne solo a él o a ella sino a todas/os, por lo tanto está construyendo un lugar común desde el que actuar a favor de lo que se quiere y desea.

Pudiera parecer en un primer momento que de lo que hablamos es de deseos personales o egoístas, sin embargo, podemos estar de acuerdo en que la rebelión se hace cuando se está en contra de una opresión o de algo intolerable para el individuo y eso siempre afecta a alguien más. Sin olvidar que quien se rebela, pone su vida en juego y lo egoísta no es más que la voluntad de preservar algo (principalmente la vida).

En este sentido, no solo se rebelará quien sufre sino quien indirectamente también se ve afectada/o por la opresión ––aunque solo sea como mero/a observador/a—, lo que le hace identificarse y tomar una posición al respecto. Por tanto la individualidad no es el valor que se quiere defender, pues lo que se deiende excede esta individualidad, va más allá. La propia singularidad se compone de otras singularidades. Hay, como expresa Camus, una «especie de solidaridad que nace de las cadenas». La rebelión, pues, «fractura al ser y le ayuda a desbordarse» (11). La dignidad tiene que ver con algo que nos es común. La capacidad de ver el límite, la medida o el valor de un ser humano, no tiene que ver con una/o misma/o, sino que es algo que nos pone en relación con los demás.

La rebelión no se basa en los posibles pues se reiere a algo que ya está, que ya es. No solo reclama algo que desea porque no está, sino algo que ya existe, que ya es nuestro. Lo cierto es que tras las distintas épocas y culturas que han acontecido en parte de la historia, el ser humano ha cambiado sus razones para sublevarse pero no la experiencia de la rebelión. De manera que podríamos afirmar, con Camus, que la rebelión forma parte de lo que hemos sido y lo que somos. «La solidaridad de los hombres se funda en el movimiento de rebelión, y éste, a su vez, no encuentra justificación más que en esa complicidad» (12). De tal manera que todo lo que viole esta premisa puede considerarse una suerte de violencia contra el individuo puesto que atenta contra su valor fundamental: la colectividad que surge a partir del movimiento de rebelión. El no que nos une.

 

¿Qué hacer?

Si se rechaza, se rechaza todo. No hay lugar a las reformas. Solo la exigencia de mantenerse ahí, de convertir el rechazo en el propio lugar y verificar en cada airmación esa ruptura que hemos hecho. Este movimiento es el que abre al colaboracionismo pues se trata de un devenir común a través del rechazo que se abre a lo indeterminado de la colectividad, al laboratorio del ensayo y error, figura sin rostro del deseo. Un devenir como todo el mundo, que se funda en lo anorgánico, lo asignificante y lo asubjetivo (en la imperceptibilidad, la indiscernibilidad y la impersonalidad) y que nos permite llevar a cabo una ética de la cualquieridad basada en la singularidad universal de los cualquiera (seres fugaces) que traiciona al sí mismo y carece de rostro: «Devenir todo el mundo es crear multitud, crear un mundo» (13). Es el devenir de la multitud de las minorías. No hay sujeto del no (pues el devenir es un vaivén que no se posee, es una alianza) pero sí un espacio común (14) donde desplegarlo. Este no es un no que interrumpe, que se sitúa como acontecimiento fraccionando la continuidad espaciotemporal. La interrupción se convierte en algo así como en un sabotaje puesto que después del rechazo ya no hay conciliación posible con lo rechazado.

Ocurre que vivimos una crisis del espacio político moderno en el que el no-saber nos llena de futurología y de análisis poco eicaces en cuanto a la acción política. Algo ya no funciona. Decimos que no, pero no decimos a qué. Se han abierto las puertas a un momento de aprendizaje y de creación, aunque desde el impasse de una espera por la creación de un nuevo espacio político. La cuestión estriba en cómo queremos posicionarnos durante esta espera. La tendencia de los últimos movimientos sociales que condenan el estado actual de cosas es más bien optar por cierto pacifismo. Pero no podemos olvidar que los dispositivos de poder hoy funcionan anulando toda posibilidad de enfrentamiento a fin de establecer esa supuesta paz deseable que convierte el concepto de paz en el de sumisión. Quizá sea entonces el momento de pensar bajo otras lógicas, más concretamente, desde las lógicas de conlicto.

[…] la igura posfascista es la de un máquina

de guerra que toma directamente la paz

por objeto, como paz del Terror o de la Supervivencia.

La máquina de guerra vuelve a formar un espacio liso que pretende ahora

controlar, rodear toda la tierra. La guerra

total se ve desbordada por una forma de paz todavía más terrorífica

 (15).

Apoyándonos en la idea del individuo rebelde de Camus. Este nos dice que el individuo rebelde, en la lucha por la integridad ––no solo la suya, sino la de todas/os–– no trata de conquistar, sino de imponer. Es quizá ésta la clave del asunto. Se trata de luchar por lo que ya, desde siempre, nos pertenece. De llevar a cabo una recuperación/ reocupación de espacios, de lo público, crear nuevas contraseñas y agenciamientos colectivos de enunciación, lenguajes “X”, heterolenguajes (16).

Estamos a la espera de un nuevo espacio político, y esta creación implica necesariamente la destrucción de lo que había antes. Frente a la violencia organizada y legitimada de los dispositivos de poder que cancela y condena nuestro derecho al conlicto, a decir que no, ya no cabe seguir actuando bajo un inmovilismo impuesto desde esa misma violencia codificada por el sistema y en defensa de la “seguridad nacional”. Quien ejerce las mayores acciones de fuerza es el propio Estado desde sus mecanismos de control y opresión. Y en un encuentro desigual como este no tiene sentido esgrimir el rechazo a defenderse, e incluso a atacar. No nos engañemos, necesitamos el conlicto.

De una manera u otra (social, económica, étnica, sexual, etc.) somos objetivos reales o en potencia de su violencia. Somos precarias/os, nuestra vida es precaria y la negociación no tiene cabida en la lucha por la supervivencia. El conlicto es nuestra responsabilidad colectiva si queremos recuperar nuestro derecho a tener una vida deseable, auténtica. Se nos quiere echar de nuestras vidas y convencer de que estamos avocadas/ os a una suerte de fatalidad ineludible. Sin embargo, existen alternativas de transformación, formas de organizarse para combatir que no tienen por qué caer en el fascismo. Nuestra potencialidad de resistencia pero también y ––me atrevería a decir–– sobre todo de ofensiva, tienden cada vez a tener más importancia en lo que está por venir. Los procesos revolucionarios no pueden permanecer (por deinición) durante mucho tiempo a la defensiva o como procesos meramente antagónicos en busca de reconocimiento, sino que se hace necesario jugar a ganar. Somos máquinas de guerra nómadas, potencia de mutación que resiste a la captura. Enjambre de abejas. Virus. Rumor y murmullo frente al sistema. Clinamen.

Tenemos nuestras alianzas, pero también a los enemigos a los que destruir. ¿Quién dará respuesta a esta respuesta?

 

1 Cf. Félix GUATTARI y Suely ROLNIK: Micropolítica. Cartografías del deseo, Madrid, Traicantes de sueños, 2006, p. 211.

2 Cf. Hannah ARENDT: La condición humana, Barcelona, Paidós, 2009, p. 73.

3 Ibíd., p. 218.

4 Ibíd., p. 78.

5 El subrayado es mío, para señalar el carácter masculinista del uso genérico de “hombre/hombres” que me veo obligada a transcribir para ser iel a la cita de la autora. Ibíd., p. 254.

6 La distinción entre un qué y un quién en Hannah Arendt, viene dada por la negación de una naturaleza humana. Arendt estaría más próxima a hablar de una condición humana. Por eso no hay un qué sino un quién. Esto es una crítica al naturalismo. Si hay un yo personal no puede haber

una naturaleza común. La condición condiciona, no determina. El ser humano abandona su naturaleza para comenzar a vivir en la historia

7 Hannah Arendt plantea repensar la idea de política del siglo XX. El pensamiento filosóico y político de Arendt transcurre entre el intento de poner en diálogo aquello que interpela al ser humano de manera individual (privada) y aquello que le posiciona en la intersubjetividad que abre

el espacio público.

8 Cf. Marina GARCÉS: Un mundo común, Barcelona, Bellaterra, p. 54.

9 Albert CAMUS: El hombre rebelde, Madrid, Alianza, 1996, p. 30.

10 Ibíd., p. 31.

11 Ibíd., p. 33.

12 Ibíd., p. 38.

13 Cf. Félix GUATTARI y Gilles DELEUZE: Mil mesetas, Valencia, Pretextos, 2002, p. 281.

14 El espacio común es ese plano vivo, esa interfaz de inmanencia que permite desarrollar las singularidades.

15 Ibíd., p. 421

16 La cuestión del lenguaje es fundamental en toda colectividad aunque aquí no podemos más que pasar supericialmente por ella, no quería dejar de esgrimir algunos puntos sobre esta cuestión. La lingüística es inseparable de su dimensión pragmática (política). Por eso se trataría de hacer una

desterritorialización del lenguaje “mayor”, mediante su devenir lenguaje minoritario (menor no es inferior). Sustentar un lenguaje propio sometido a la variación continua. El movimiento en el lenguaje, por su carácter performativo (ilocutorio), es lo que permite el movimiento en el pensamiento y en la acción. El lenguaje mayoritario pertenece siempre al ámbito del poder y la dominación, dibuja la norma. Pero el lenguaje mayoritario lo es en su confrontación con los lenguajes minoritarios que lo traducen, que lo convierten en un devenir minoritario. Por eso un lenguaje menor es un lenguaje creativo que se desvía del modelo, que excede la representación del lenguaje dominante. Los lenguajes minoritarios son sustratos de la autonomía, de lo imprevisto. Por tanto, son los que posibilitan el cambio. Mientras que la mayoría siempre es alguien, la minoría

es el devenir de todo el mundo (el 99%). Por eso el lenguaje puede ser, a la vez, fuga y muerte (la transformación siempre tiene cierto carácter de “muerte” de algo, pero esa muerte debe dar paso a otra cosa, haciendo que la fuga actúe y cree). Para más profundidad sobre este asunto véase Gilles DELEUZE y Félix GUATTARI: Mil mesetas, ed. cit. p.117.

 

2largo-copy

De la revista Turba #1 http://www.revistaturba.net/wp-content/uploads/2013/08/TURBA1-Deudaviolenciapol%C3%ADtica.pdf 

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