Sin Villa ..y sin nada me pillan.

2015/03/20

Turba #1 (dos)

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Fundamentación ética de la violencia insurgente

El presente artículo indaga sobre la cuestión de la violencia en el ámbito político, en específico en el ámbito de los contra-discursos políticos de resistencia, como es la violencia insurgente cuando está ligada con un ideal revolucionario predispuesto a la lucha armada. La violencia insurgente, cuando se constituye como algo inherente a las aspiraciones revolucionarias que se sublevan, en contra de la violencia opresora y represiva, tiene que ir ligada a un razonamiento político y sobre todo ético. Ya que, si la praxis revolucionaria procura tener una legitimidad política, imprescindiblemente debe tener un discurso, el cual admita unos límites dentro de su propia praxis, a partir de la relexión sobre la vulneración ética que supone el uso de la violencia y que no realice justiicaciones sobre el sufrimiento injusto que pueda ejercer la violencia.

Jerónimo Jaramillo LugoTURBA-BannerIcon

 

Comenzaremos por destacar como toda autoridad se enfrenta al desafío de ser cuestionada por contra-poderes que le planten una resistencia, en concreto una resistencia manifestada mediante una praxis violenta, es decir, mediante una lucha armada de carácter insurreccional. Si acudimos al análisis de la historia de la humanidad observamos cómo incluso en los periodos de mayor totalitarismo y de mayor opresión mediante el uso de distintos mecanismos de control y de represión, siempre surge una resistencia a dicho poder represor. Por lo tanto, destacamos que no existe una ordenación histórica del poder político que no se haya visto amenazada por tentativas de insurgencia o que, en mayor o menor medida, ya esté ubicada únicamente en las consciencias de los sujetos reprimidos, o se exteriorice mediante alguna manifestación específica de desobediencia civil, activa o pasiva, violenta o no.

Podemos tener la ilusión de que es posible tener una oportunidad para fracturar el orden establecido, de combatir la tenencia de la soberanía por parte del Estado y de interferir activamente con el objetivo de destruirlo, mediante una acción revolucionaria. Por lo tanto, dicha acción revolucionaria lleva implícita una trascendencia en el devenir de las sociedades, manifestándose como la expresión de los derechos de rebelión y de resistencia de aquéllos que se entienden a sí mismos como sometidos, oprimidos o marginados por una establecida coniguración política, económica o cultural que se vive como injusta u opresora, en tanto que no satisface sus ideas sobre la buena vida y les niega su derecho de poder mejorar.

El Estado, desde el descubrimiento de la posibilidad del surgimiento de una resistencia en contra de su poder, es decir un impedimento a su misma perpetuidad, sigue un mecanismo orientado fundamentalmente a eliminar la insurgencia, principalmente si es posible incluso antes de su gestación (1) siendo diversos los medios para neutralizar la resistencia, ya sean violentos o no, pero no hay lugar a dudas de que la constante persecución de la disidencia organizada suele estar asentada en el uso del terror para pretender contenerla (2), e incluso resulta paradójico como utilizan el concepto “terrorismo” para incluir en él a todo aquél que cuestione la legitimidad del poder, para utilizar sus respectivas leyes en la susodicha criminalización.

El intento de cambiar el sistema defendido por las instituciones del Estado parte desde la asunción de una consciencia crítica y relexionada sobre la propia situación en el mundo, con la base de que otro mundo es posible. Dicha aspiración no es únicamente un estado de consciencia, sino que además conlleva una implicación política práctica, es decir, un activismo político que tiene como objetivo alterar y transformar el sistema garantizado por las instituciones del Estado. Se trata de una praxis política colectiva que consiste en una rebelión hacia la autoridad, siendo el germen de una aspiración revolucionaria, fundamentada como nos dice Bakunin en la unión de unos individuos con otros.

La rebelión surge a partir del asombro ante la presencia de la opresión brutal ejercida por el Estado y sobre todo de la indignación o repulsa. En consecuencia,el rebelde revela un nuevo enfoque moral y político del mundo que se cuestiona por los orígenes de la autoridad –legitimado por sus leyes– y de todo aquello que le oprime y le impide desarrollar su propia autonomía. Para ello, no le queda más remedio que transgredir los valores dominantes y tradicionales y enfrentarse con la mayoría de las normas que emergen de las leyes garantizadoras del Sistema Capitalista.

Una vez que la rebelión utiliza un programa político y se despliega en una práctica activa, el movimiento ontológico de la rebelión, desarrollado en el ámbito de lo político-social, se despliega en una praxis política revolucionaria. Y en este punto es cuando surge el dilema moral al que debe enfrentarse el revolucionario-rebelde, ya que se ve empujado a caliicar el uso de la violencia conforme con los valores que germinan de la rebelión, siendo en primer lugar imprescindible un análisis previo de en qué consiste la violencia contra la que se rebela y una valoración ulterior sobre el tipo de violencia que no quiere utilizar en la praxis de la rebelión, imponiéndose unos limites desde su propia autonomía moral.

En este punto podemos destacar cómo la violencia revolucionaria e insurgente se puede ligar con el Hombre Rebeldede Albert Camus (3). Camus enfatiza cómo el hombre rebelde tiene la concepción de que posee, en cierto modo, razón. El hombre rebelde indaga soluciones razonadas buscando unos principios inalienables: «el espíritu revolucionario absorbe la defensa de esa parte del hombre que no quiere inclinarse » (4). Según Camus, la rebelión consiste en la toma de conciencia de los derechos del hombre, lo que conlleva al surgimiento de la solidaridad entre los individuos, pues la génesis de dicha rebelión es producto de la observación de los abusos y de la opresión hacia los demás: «La solidaridad de los hombres se funda en el movimiento de rebelión, y éste, a su vez, no encuentra justiicación más que en esa complicidad» (5). Aquí vemos como la rebelión es una posición política, ya que se colabora en la lucha común de los hombres, pero sobre todo es una alternativa moral cuyo fundamento es negar la cosificación del ser humano. Por ello, el rebelde no puede admitir el asesinato justiicando el uso de la violencia por la utilidad que conlleva, ya que el mismo rebelde reconoce la existencia de unos límites que no puede transgredir. Esto conlleva una intranquilidad en el ámbito ético, pues no encuentra una justificación absoluta para sus acciones, conformándose con la aceptación de dicha ambigüedad. Pero este desgarramiento le permite seguir manteniendo su rebeldía porque admite que únicamente si es revolucionario logrará transformar la realidad que le rodea en conformidad con la nueva consciencia adquirida sobre sus derechos que surgen de la rebelión. Camus nos desvela que una consciencia moral ingenua en relación a la propia culpa no puede ser una característica de la consciencia moral rebelde y al mismo tiempo propone el movimiento revolucionario como la única vía para la consecución de los propios derechos y los nuevos valores que surgen de la rebelión.

Por lo tanto, si el ideal revolucionario pretende ser la antítesis de los valores de la opresión, este ideal debe partir desde un replanteamiento de su relación con los propios medios violentos. Camus maniiesta un pensamiento desencantado con la praxis política de su época articulada en torno al ideal revolucionario sobre todo cuando se manifiesta violentamente, pues desde cualquier postura de la filosofía política o moral la violencia revolucionaria no es una praxis fundamentada éticamente sino admite unos límites para las propias acciones porque conlleva el peligro de ser igual que la violencia de la opresión.

Desde la relexión sobre la violencia insurgente debe partir toda la relexión que se efectúe con posterioridad. Debe distinguirse de la violencia que ejerce la opresión de los Estados, frente a la cual se posiciona, partiendo de la responsabilidad del sufrimiento que lleva implícito el uso de la violencia. Pues, es muy diferente la violencia realizada, por ejemplo, desde los movimientos insurgentes y las de los gobiernos constituidos formalmente en una democracia liberal. Por ejemplo, podemos destacar el conlicto colombiano, donde las guerrillas suelen ser juzgadas por sus carencias, y al Estado en contraposición es juzgado por sus logros. Y cómo se destaca desde los medios de comunicación los secuestros de las guerrillas y, por otro lado, se silencian los desaparecidos y asesinatos cometidos por el Estado. Aquí nos encontramos con un tratamiento diferenciado de la praxis política cuando es estatal o cuando es insurgente. El discurso dominante legitima la violencia ejercida por el gobierno y al mismo tiempo conceptualiza la praxis política de la insurgencia como “terrorismo”, sin dejar margen para la legitimidad del derecho de rebelión, el cual pretende desde un discurso cambiar las injusticias «porque es la Realidad la que debe ser cambiada y para ello pensada» (6).

Inevitablemente cuando el ideal revolucionario conlleva el uso de métodos violentos precisa de unas razones que expongan por qué se considera inevitable, además de la aceptación de unos límites para no caer en el uso de una violencia irracional. El discurso de un movimiento revolucionario tiene que manifestar la intención de una nueva praxis para poder adquirir su práctica revolucionaria un signiicado diferente de aquél de la violencia de la opresión. Toda guerra revolucionaria, por lo tanto, se desenvuelve en dos ámbitos: el que se sucede en el terreno de las armas y el que se libra en el orden del discurso. Ya que, normalmente, un movimiento insurgente al enfrentarse al Estado está en circunstancia de inferioridad, por lo tanto, es coherente pensar que únicamente se obtendrá la victoria cuando se obtenga previamente en el ámbito del discurso Por este motivo, en el ejercicio de la violencia, el tema de las responsabilidades adquiere una importancia relevante, porque plantea la obligación de indagar argumentos éticos a algo que, quizás, únicamente pueda explicarse por motivos pragmáticos. En deinitiva, la violencia revolucionaria es una praxis política que precisa justiicación. No es algo dado como la supuesta legitimidad de la violencia del Estado, sino que necesita ser razonada continuamente para poder adquirir su propia esencia diferenciadora y al mismo tiempo ser reivindicada. Sería, como dice Ricoeur, «una violencia que habla” y en su constante energía transformadora de la sociedad y su tesón de justiicación es donde encontramos

las motivaciones que la explica (7).

Sin embargo, normalmente se ha tergiversado el carácter instrumental que tiene la praxis violenta en una revolución. Por ejemplo, podemos destacar el reproche realizado por el intelectual anarquista Luigi Fabbri (8) a la fascinación de la literatura burguesa de principios del siglo XX por los actos individuales de violencia subversiva reivindicados por activistas que se autoproclamaban anarquistas. Éstos le daban una relevancia desmesurada a un acto de violencia o de rebelión, que era sólo ejercido por contados individuos en comparación a todo el movimiento social. La violencia revolucionaria, desde una acción colectiva dirigida hacia unos ines colectivos, necesita inevitablemente una justificación, que está orientada hacia la consecución de mayor justicia global y una obstinación por eliminar todas las causas de la opresión.

Pero, sin lugar a dudas, resulta bastante difícil justiicar el uso de la violencia. De hecho, el posicionamiento político más fácil de sostener es el del paciismo, ya que no conlleva una decisión

ética extrema. Para la consciencia rebelde nunca será viable hallar una solución ética. Lo diicultoso es explicar la posibilidad de la acción insurgente violenta sin caer en argumentos que atenúen la verdadera naturaleza de la violencia. Pero existe una legitimidad para un acto violento revolucionario en la convocatoria de un derecho, el cual según Marcuse, es uno de los principios más antiguos de la civilización occidental: el derecho a la resistencia (9).

En contestación a este derecho, el Estado, para eliminar la subversión argumenta la defensa del orden social existente fundamentando en una legalidad, que le sirve para legitimar su propia entidad y justiicar que puede adueñarse legítimamente del privilegio de disponer de la violencia organizada (10). En consecuencia, el subversivo es acusado de ser delincuente o enemigo de la sociedad (denominado comúnmente “antisistema”) y él se posiciona explicando y reivindicando su propia violencia como un acto político. A partir de esta concepción negativa de la subversión, el revolucionario propone deinir su praxis como una contra-violencia a la violencia realizada por parte del Estado. Por lo tanto, como nos destaca Paulo Freire “La violencia del oprimido es, en el fondo, lo que recibió del opresor” (11), para reconocer que la violencia es un instrumento para llevar a cabo la necesaria transformación de la sociedad y conseguir la eliminación de la opresión ejercida por parte del Estado. En este punto nos encontramos con que la violencia revolucionaria es concebida como la única respuesta para lograr los cambios necesarios con el objetivo de conseguir una justicia social. Como nos destaca Engels, la violencia es la “partera de la historia”, la que ayuda al surgimiento de un mundo social y político nuevo, pero simplemente, es uno de los medios para alcanzarla: «La violencia desempeña también otro papel en la historia, un papel revolucionario (…) es la comadrona de toda vieja sociedad que anda grávida de otra nueva: [es] el instrumento con el cual el orden social se impone y rompe formas políticas enrigecidas y muertas» (12).

No hacemos referencia a una exaltación de la violencia, como en muchas ocasiones se ha malinterpretado en Engels y en otros autores marxistas y anarquistas, puesto que para alcanzar un cambio histórico es necesaria larebelión y el uso de la violencia como instrumento. Pero no porque sea obligatoria, sino porque las circunstancias así lo exigen. Su necesidad anida en que es el último recurso. Por lo tanto, podemos entender la violencia según una ética histórica, como nos destaca Camilo Torres al señalar que la violencia revolucionaria es el único camino para ahorrar la cotidianidad violenta, «lo ético es ser violentos de una vez por todas para curar la violencia que ejercen las minorías económicas contra el pueblo» (13).

En este punto se puede entender la violencia como último recurso para terminar con la violencia existente en el orden social impuesto por el Estado. De esta manera lo observamos en las siguientes palabras de Paulo Freire:

 

 

Toda situación en que las relaciones objetivasentre ‘A’ y ‘B’, ‘A’ explote a ‘B’, en

que ‘A’ obstaculice a ‘B’ en su búsqueda de airmación como persona, como sujeto,

es opresora. Esta situación, al implicar el estrangulamiento de esa búsqueda es, en

sí misma, una violencia […] porque hiere la vocación ontológica e histórica de los

hombres a ser más. Una vez establecida la relación opresora está inaugurada la violencia.

De ahí que jamás haya sido ésta, hasta hoy en la historia, iniciada por los

oprimidos (14).

Todos los que consideran la violencia insurgente como algo prohibido y recusable, aunque sea el legítimo derecho de rebelión ante la opresión, opinan que la justiicación de una sublevación armada es simplemente un maquillaje para ocultar con argumentos aquello que es imposible tenerlo por su propia naturaleza. Este es el caso de Enzensberger al situar la violencia revolucionaria en el ámbito de lo delictivo o de lo patológico, y lo justifica mediante el siguiente argumento:

Por doquier podemos contemplar fenómenos parecidos: en África, en la India, en el Sureste asiático, en Latinoamérica. Ya no queda el menor vestigio de la aureola heroica de los guerrilleros, partisanos y rebeldes. Antaño pertrechadas con un bagaje ideológico y respaldadas por aliados extranjeros, hoy la guerrilla y la antiguerrilla han acabado independizándose. Lo que queda es el populacho armado. Todos estos autoproclamados ejércitos, movimientos y frentes populares de liberación han degenerado en bandas merodeadoras que apenas se diferencian de sus contrincantes. Ni siquiera el variopinto bosque de siglas con el cual se adornan – FNLA o ANLF,MPLA o MNLF consigue ocultar que no poseen objetivo, proyecto ni ideal alguno que los mantenga cohesionados; tan sólo una estrategia que apenas merece este nombre, pues se reduce al asesinato y al saqueo (15).

Podemos decir que a Enzensberger le molesta que el “populacho” (como denomina a los insurgentes) ose realizar una resistencia violenta y los deslegitima caliicándolos de asesinos y saqueadores. La descalificación y la criminalización son, comúnmente, mecanismos utilizados contra el discurso del rebelde, incluso por parte de prestigiosos filósofos, como observamos en la anterior cita. Pero como estrategia argumentativa, lo único que consigue son las alabanzas de los que intentan convertir los conlictos sociales en meras categorías morales reduccionistas, como es la dicotomía buen ciudadano/ criminal, en lugar de realizar un análisis del contexto social y político en el que suceden dichos conlictos.

Surgen intentos de explicar los movimientos insurreccionales armados actuales como son el movimiento zapatista de México o el de la resistencia palestina a partir de obtusos argumentos, que tienen una absoluta ausencia de sentido ético, demostrando una simpatía por los métodos violentos y en consecuencia la barbarie ejercida por los Estados represores, al intentar justificar dicha represión con la utilización del término “terrorista” para cualquier movimiento insurgente con el objetivo de caliicar la violencia revolucionaria como delito y no como acción política, sin comprender la naturaleza socioeconómica de los movimientos revolucionarios, ni ofrecer posibilidades para una resolución pacíica de dichos conlictos, pues no admiten un conlicto real entre clases en estas sociedades.

En definitiva, sólo podemos legitimar la violencia insurgente si está dirigida hacia la idea de justicia superior. Es decir, una revolución orientada hacia una sociedad donde no exista la opresión, la tiranía, las desigualdades entre los hombres, la alienación de las consciencias y la explotación económica de los más desfavorecidos. Como sucede actualmente producido por la globalización capitalista, la cual está enfrentada a todos los movimientos anarquistas, marxistas, anticolonialistas, etc., que buscan una sociedad alternativa,en la cual tenga cabida una organización económica fundamentada en el respeto por las personas y por la ecología. Por lo tanto, la violencia insurgente requiere ubicarse dentro de unos límites si quiere tener una fundamentación ética y partir desde la

airmación de un marco de actuación que no es tolerable rebasar, siendo necesario explicar por qué se acude a esta excepcionalidad que es siempre la violencia.

Es imposible calificar un movimiento como revolucionario si realiza una praxis violenta exactamente idéntica a la ejercida por el Estado, es imprescindible una justificación argumentada mediante razones colectivas orientadas hacia la eliminación de la opresión sufrida en el contexto socio-histórico determinado insurgente requiere ubicarse dentro de unos límites si quiere tener una fundamentación ética y partir desde la airmación de un marco de actuación que no es tolerable rebasar, siendo necesario explicar por qué se acude a esta excepcionalidad que es siempre la violencia.

1 Lo podemos observar en acontecimientos actuales como son la criminalización de movimientos sociales (“Indignados”) o sindicales, como es el caso de los diversas multas y juicios que deben afrontar los sindicalistas del SAT (Sindicato Andaluz de Trabajadores) en su lucha constante

por conseguir una dignidad para el ser humano dentro del Sistema Capitalista.

2 Constantes cargas brutales por parte de los distintos cuerpos de seguridad del Estado sobre las personas que manifiestan su disconformidad respecto a las injusticias del Capitalismo, o las

denuncias realizadas por Amnistía Internacional sobre la “tortura policial” ejercida en España.

3 Albert CAMUS: El hombre rebelde en Obras 3 (28-358), Alianza Editorial, Madrid, 1996.

4 Ibíd. pág. 136.

5 Ibíd. pág. 38.

6 Enrique DUSSEL, E., Política de la liberación. Historia mundial y crítica, Madrid, Trotta , 2007, p. 482.

7 Paul RICOEUR, P., “Violence et language” en La Violence. Recherches et Débats, Paris, Desclée de Brouwer , 1967.

8 Luigi FABBRI: Los anarquistas y la violencia, Folleto publicado por la OCL (Organización por el Comunismo Libertario), 2003.

9 Herbert MARCUSE, H., Un ensayo sobre la liberación, México, Joaquín Moritz, 1969.

10 Dicho uso supuestamente legítimo de la violencia por parte del Estado lo podemos observar en la represión llevada a cabo por la policía en cualquier protesta social.

11 Paulo FREIRE, La educación como práctica de la libertad, Eds. Pepe, Medellín (no igura el año de publicación), pág. 28.

12 Friedrich ENGELS: La subversión de la ciencia por el señor Eugen Dühring (Anti-Dühring) en Obras Filosóicas. Col. Oras Fundamentales de Marx y Engels. Wenceslao Roces, dir), nº 18 (pp. 1-286), México, Fondo de Cultura Económica , 1986, p. 189.

13 Camilo TORRES: Escritos Políticos, Bogotá, El Áncora Editores , 1991.

14 Paulo FREIRE: Pedagogía del oprimido, Bogotá, Editorial América Latina, 1980, p. 39.

15 Hans Magnus ENZENSBERGER: Perspectivas de guerra civil, Barcelona, Anagrama, 1994, pp. 16-17.

 

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De la revista Turba #1 http://www.revistaturba.net/wp-content/uploads/2013/08/TURBA1-Deudaviolenciapol%C3%ADtica.pdf 

 

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